Y los llamamos nuestro futuro

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Opinión de Jorge A. Bustamante Fernández Fundador e investigador emérito de El Colegio de la Frontera Norte y Miembro del Consejo Consultivo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de El Colegio de la Frontera Norte

miércoles 16 de enero de 2013

 

En mi primera colaboración del 2013, mis mejores deseos van para todos los que hacen posible la producción de este diario. A sus directivos les doy nuevamente las gracias por el espacio que le conceden a mis colaboraciones y les deseo que este año expandan su clientela y el número de sus lectores.

Mi trabajo de investigación sobre la migración me lleva a desear que en este año se incremente la conciencia colectiva sobre la importancia que tiene para todos los que habitamos este país, el respeto de los derechos humanos, principalmente de los más vulnerables, como son las mujeres y los niños, y sobre todo las niñas, aún más si pertenecen a las comunidades indígenas. A ese incremento de la conciencia colectiva de todos los mexicanos, respecto con lo que nos atañe individual y colectivamente, el que sean respetados los derechos humanos, definidos por el nuevo Artículo Primero de la Constitución reformada el año antepasado, quiero dedicar ésta mi primera colaboración del año.

Mis tareas de investigación me han llevado a estar en contacto con niños y niñas migrantes. Estas fechas me hacen recordar el caso de una niña de siete años que conocí en un asilo del DIF estatal para niños y niñas migrantes en Tapachula. Ella decía llamarse Bety, pero su muy rudimentario español hacía poco creíble que ése fuera su nombre de pila. Por su propia narración, se sabía que era originaria de Guatemala; que su padre había sido muerto por los «kaibiles», como le llaman a los miembros de cuerpos especiales del ejército guatemalteco, y su madre la había dejado encargada con una tía por haberse ido a Estados Unidos. La tía la golpeaba, por lo que Bety decidió abandonarla al salir de la escuela con el objetivo de buscar a su mamá en Estados Unidos.

Hacía menos de dos meses que una señora, a la que Bety ofreció ayudarle a cargar el mandado al salir del mercado, aceptó «llevarla al río» (Suchiate) a donde se cruza la gente en cámaras infladas rumbo a México. Ahí, a otra señora que iba con un niño y una niña, y muchas cajas, Bety se ofreció a ayudarle con cargarle a la niña que no dejaba de llorar.

Esa señora la llevó hasta Tapachula, haciéndola pasar por su hija. Esa misma señora la llevó al asilo del DIF en Tapachula en donde dijo que se había encontrado a Bety en la calle en calidad de huérfana. Según Bety, la niña que había cargado en ayuda de la señora que después se hizo pasar por su mamá se llamaba Bety, «igual que ella», lo cual sugería el origen de un «autobautismo». La trabajadora social del DIF que «me presentó» a Bety me habló de lo que les había impresionado en el asilo, su vivacidad y la inocencia que mostraba Bety en su determinación de buscar a su mamá en Estados Unidos, sin conocer a nadie allá, además de su explicación de haber entrado a México, porque sabía que «eso estaba de camino, a donde se había ido su mamá».

Mi breve conversación con Bety no sólo me dejó la impresión de una niña de inteligencia natural extraordinaria, sino la de un caso innumerablemente repetido, de una niña migrante tan desvalida como vulnerable como sujeto de derechos humanos, con una perspectiva de la vida llena de la ilusión de reencontrarse con su madre, ante un mundo que sólo le ofrece lo opuesto a su inocencia. Empezando otro año, no puedo dejar de pensar en el poco caso que en México se hace de tantos niños de los que sólo llegamos a saber como estadísticas de «NNA» (niños no acompañados). Éstas son la iniciales que usan los gobiernos para sus estadísticas sobre los niños y niñas que cruzan las fronteras internacionales sin el acompañamiento de sus padres o de alguien que los proteja. Estos niños se suman a los que vemos con indiferencia mientras trabajan, en lugar de ir a la escuela, en violación de nuestras leyes y de los tratados internacionales que prohíben el trabajo infantil.

Ante todos esos niños y niñas como Bety, hago votos de no apartar nunca mi atención, de investigador y ciudadano, sobre las condiciones de vulnerabilidad que nuestros gobiernos y nuestras sociedades les imponemos, no obstante que los llamemos «el futuro» de nuestras respectivas naciones.

 

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