La obsesión por volar caracteriza al presidente Felipe Calderón. Pero esta condición no parece ser exclusiva de Calderón; hacia el final de su mandato los presidentes mexicanos buscan a como dé lugar el reconocimiento de propios y extraños. Creen que el mundo merece saber lo bien que gobernaron. Piensan que sería un egoísmo de su parte que la humanidad se perdiera de conocer al maravilloso ser humano que habitó Los Pinos.
La semana pasada Felipe Calderón asistió a diferentes reuniones en la ciudad de Washington y Nueva York. Salió escoltado por dos aviones Caza F5 de la Fuerza Aérea Mexicana. Me llamaron la atención las tomas difundidas desde el avión presidencial en las que el jefe de las fuerzas armadas veía a los Cazas que lo escoltaron hasta el cielo de Tamaulipas con un dejo de melancolía. Un Calderón nostálgico y pensativo. La fiel imagen de un presidente que hizo de la guerra al narco la razón de su gobierno. Nada le importó tanto como combatir a quien identificó como los “más malos” y condujo una guerra absurda que costó miles de muertos (entre 60 y 80 mil nos dicen los expertos).
El presidente guerrero que no se cansa de decir que no había de otra, más que el enfrentamiento frontal contra el crimen organizado. Que los muertos no involucrados son “daños colaterales”, que las familias de los desaparecidos deben de entender que es un sacrificio por el país y por los sacrosantos intereses de la patria.
Calderón se despide dando vuelo a su imaginación y llevando su mensaje a Europa y a Estados Unidos. En aquellos lares quizás si entiendan lo que quiere comunicar, incluso en su mal inglés: que fue un estadista que se sacrificó por México. Que la lucha era imprescindible y que la culpa en gran parte es de los estadounidenses por “pachecos” y violentos.
En el discurso presidencial escucho una visión dicotómica sobre el problema de la violencia: malos y buenos; incrédulos y convencidos; o conmigo o con el enemigo. Nada sobre las causas sociales: la marginación, el pobre acceso a la educación, el desempleo, la precariedad, el hacinamiento, la muerte por enfermedades prevenibles, la falta de esperanza. Nada de eso; todo es producto de lo que hacen o dejan de hacer los malos.
Calderón nos dijo alguna vez que le gustaba mucho jugar a las guerritas y que por eso quería todos los juguetes bélicos. Nos dejo sorprendidos. Al inicio de su mandato consideré que era un asunto de retórica la guerra contra el crimen organizado. La terca realidad me demostró que era el centro de su estrategia. Los resultados están a la vista: tenemos un país devastado y regiones enteras de luto.
Estoy convencido que se debe acortar el periodo entre la elección presidencial y la toma de posesión del nuevo titular del Poder Ejecutivo. Del 1 de julio al 1 de diciembre median cinco largos meses. No tiene ningún sentido prolongar un gobierno cuya única obsesión es pasar a la historia como el mejor y para ello se publicita en todos los lugares posibles. El costo en todos sentidos es enorme. ¿Cúanto le cuestan a los mexicanos los viajes de despedida? Lo digo porque cada rato escucho las quejas sobre el costo de los partidos políticos o los congresos o la burocracia. Pero, ¿y los viáticos presidenciales y los de sus acompañantes?
Me parece que la mesura sería la mejor recomendación para un presidente que entregará malas cuentas y que deja además al país polarizado por su iniciativa de reforma laboral. ¿Tenía algún sentido? El único consuelo es que ya le falta poco para “pasar a retirarse”. Aunque ya advirtió que como lo suyo es volar, dedicará todas sus energías a viajar, a hacer turismo. Vaya, que para eso es la pensión vitalicia de los expresidentes, al cabo se lo merecen y el país se encuentra en jauja y santa paz.