jueves 4 de febrero de 2021

¿Qué tan clara es la línea que separa a una democracia deficiente del autoritarismo? Muchas personas tienden a pensar que la democracia es una sociedad en la que las mayorías gozan de un bienestar integral. Por ello dudan de que un país sea democrático mientras se acumulen desigualdades, pobreza o injusticias de distinta índole. Esa impresión se acentúa si la corrupción permea al ejercicio del gobierno y los políticos no son más que oportunistas redomados saltando de un puesto a otro para obtener más y mejores rentas.

Una comprensión más certera de la democracia, sin embargo, implica ver las cosas de forma distinta. La democracia es un arreglo de instituciones que hacen que el poder público responda a las demandas mayoritarias y rinda cuentas por sus acciones y resultados. Esto requiere un sistema que garantice libertades y derechos de asociación, expresión y comunicación, en el que se celebren elecciones libres y limpias. Ese sistema, por otro lado, debe ser un sistema de pesos y contrapesos institucionales, con múltiples mecanismos de supervisión, vigilancia y control del poder público.

Vista de tal forma, la democracia hace posible que los ciudadanos promuevan políticas para mejorar sus propias condiciones de vida, sin menoscabo de la pluralidad de opiniones, credos e intereses que prevalecen en la sociedad. Esto implica, sin embargo, que la democracia puede existir en una sociedad atravesada por la violencia, la desigualdad o la corrupción.

En tales circunstancias, es probable que la democracia esté también caracterizada por múltiples deficiencias. Entonces, al combate a la corrupción o la reducción de la pobreza, se añade otro pendiente: construir una democracia de mejor calidad. Fortalecer la democracia es algo que difícilmente se consigue de forma inmediata. Es una tarea cuesta-arriba, que enfrenta tropiezos y desafíos de gran magnitud. Para las democracias emergentes, sufrir un retroceso autoritario es, además, un riesgo constante.

Por lo general, la gente asocia al autoritarismo con gobiernos que llegaron al poder mediante la fuerza y que hacen valer su autoridad de manera despótica. Aunque la represión es un recurso propio de las autocracias y las dictaduras, hoy en día el autoritarismo adopta formas mucho más
sutiles.

El autoritarismo progresa y se afianza cuando los gobernantes concentran el poder y evaden la rendición de cuentas. No necesitan recurrir a una represión generalizada ni tampoco actuar despóticamente. De hecho, pueden convivir con las instituciones de la democracia. Sin embargo, harán lo posible para destruirlas o neutralizarlas, convirtiéndoles en meras fachadas decorativas.

Para afianzar su poder, los gobernantes autoritarios dependen del apoyo popular. Por ello recurren a los “hechos alternativos” o los “otros datos”, atizando la polarización mediante la distorsión informativa y la demagogia. Al mismo tiempo, cubren a su gobierno bajo una gruesa capa de opacidad; atacan a las organizaciones sociales autónomas y combaten la libertad de prensa; coaccionan y nulifican a las agencias estatales que cumplen funciones de vigilancia; cooptan y capturan a los poderes que deben servir de contrapeso; acusan a los organismos y tratados internacionales de intervencionismo; destinan caudales de recursos a alimentar sus clientelas electorales; encargan al ejército funciones propias de un gobierno civil; combaten la equidad de las elecciones y descalifican los resultados si no los favorecen, entre otras tácticas.

La frontera que separa a una democracia electoral deficiente del autoritarismo suele ser difusa, pero los indicios del avance autoritario son inequívocos. Se hacen visibles desde el momento en que el poder ejecutivo se asume como la voz que detenta de forma única y exclusiva la representación legítima de la voluntad popular y, mediante un sofisticado despliegue de manipulación y opacidad, comienza a actuar en consecuencia.

Dr. Alejandro Monsiváis Carrillo

El Colegio de la Frontera Norte