I
Los documentos oficiales son como las sábanas que cubren objetos, para que no los ataquen el polvo y otras corrosiones; a veces, se los cubre porque hay una mudanza próxima, y otras, porque se saldarán al morir su dueño. El olvido de los documentos pavimenta un arcana imperii masticado para el estómago banal de toda administración pública. Los documentos ocultan, pero, como quien miente o huye, se muestran.
Los resultados de la violencia colectiva (guerras civiles, asonadas, alzamientos, ocupaciones extranjeras, degollinas) son factores a sopesar en el cercén de documentos en el Archivo Histórico y Hemerográfico Municipal Casamata (AHHMC), en el tamaulipeco Matamoros. Ubicado en la colonia Modelo, a poco a pie de la frontera con Texas, en él se conserva mucho de la disputa cronificada sobre el pasado; basta ver a las nuevas administraciones mexicanas, cuyo ventarrón –“de la historia”, se dice– coloca en los membretes a la mariposa disecada del nuevo cromatismo, o al héroe bidimensional de turno –como esa fábula donde algún fisico teórico japonés, ¿era Michio Kaku?, reescribía el mundo para explicarnos a un ser que vivía en una hoja tamaño carta–. Los meros meros cavan la zanja que convierte en morralla la historia anterior a cada ciclo político, y la esconden, como el avaro sus monedas.
A los archivos se los expurga o revaloriza; pocas veces por reconciliación, casi siempre por glotonería… ¿Por qué no comerse al monstruo enemigo, cuando eso era lo que el monstruo ansiaba hacer con uno? In the spoil system, the winner takes it all. Es decir, en el clientelismo político, los gobernantes distribuyen los cargos entre sus acólitos (spoil significa “botín” o “despojo”) y preparan, tras deducirlas, como Eva dedujo la manzana, las consecuencias de ese clientelismo.
En este sentido, el gobierno se prepara para la derrota que, como el cobrador del frac, siempre vendrá, aunque no se sabe de qué guisa –sea por elecciones o, en caso de que la historia vuelva a entrar por la ventana, porque el rival se insurgentee–; así, se desperdigan, por aquí, por allá, bastiones o enclaves (políticos, administrativos, económicos). En ellos, algunos miembros de esta plantación de cebollas militantes podrán, cuando se pierda el poder (“alternancia”), resistir a las embestida del enemigo gobernante y preparar el posible regreso político:
—Ando muy ocupado, que ya sabemos con antelación que van a ganar los otros y tengo que dejar todo listo para los chingadazos.
II
Si el cronista anterior Andrés Cuéllar cosió el AHHMC, el actual, Martín, lo zurce. Cuéllar, a pesar de su fallecimiento, continúa en la atmósfera, tanto por el cuadro al que nos encomendamos al entrar en el archivo –la posición de su imagen es rectora, de lar–, como por el ascendente en el orden, contenido y directrices del lugar. Pero el influyente ahora es Martín, su sucesor. Y eso, a pesar de que él se desdoble en algún asistente que, a su vez, puede atraer a algún otro sub, sub, subasistente –y así, en el bucle afanoso de la informalidad mexicana, esa gran Moby Dick hecha de donde no nadan ballenas– que lo ayuden. Este archivero es un hombre orquesta de expedientes, por tenaz y conocedor de ellos, tanto como si fueran sus lemingos, o sus animales mágicos, nahuales a los que no solamente amaestró, sino a los que hizo hablar en prosa… Pero como esos animales kafkianos, los documentos, al lanzar enigmas, revalorizan el silencio: No hace falta que platiquen, porque clavan sus pupilas verticales, de ranita nocturna al acecho, en la tuya redonda…
Martín guía en este archivo que es almacén; archimacén, por algo del juego cervantino del “baciyelmo”. Entre los trescientos metros cuadrados y cincuenta de estanterías, él responde a toda pregunta, hasta la más nimia, con la diligencia febril de quien tiene mucho que decir, pero más por clasificar, y a esto todo se subordina: Martín acelera el escaneo de un documento que, sorprendentemente, aparece cuando no se lo esperaba, aunque era verosímil que estuviera allá; como pulpo boxeador, contesta, otra vez, a un correo que le envié sobre un tema policial y adjunta, además, un Power Point, que presentó en sus clases de licenciatura en Historia en la Universidad Autónoma de Tamaulipas; de seguido, manda un escaneo reciente sobre delegaciones de la policía municipal en el Matamoros de finales de los ochenta; y prosigue, si es que los subsubs no sestean, con su limpieza de mamotretos de la prensa del siglo pasado, o sus publicaciones en alguna red social de la imagen de la pistola de un ladrón, incorporada al expediente cuando todavía se dibujaba el arma del delito.
Así, en esta papiroflexia de cajas archiveras y periódicos encuadernados a la antigua, los documentos van en escalada hacia el techo y expelen de sus costados al cronista fallecido y a los vivos archivero, asistente y subasistente –e incluso a mí, puesto que el afán bidimensional de todo archivo, a un descuido, lo engulle a uno en papel amarillo y cajas del Office Depot. Así de atestadas las estanterías que, en su derredor, tienen piezas de museo, como un espadón, colgadas en las paredes. Quizás por el efecto reflejo de la materia que tanto le apasiona, el joven archivero suele disfrazarse, atinado y quijotesco, aunque algo pantagruélico, de personajes locales de época, y ofrece guías para conmemorar efemérides en callejoneadas y fiestas de Matamoros.
El espacio del archimacén está zurcido por una sucesividad de demoliciones y construcciones, y podría decirse que las obras que se hacen, se evaporan. Valga ello para apuntar que faltan tiempo, medios, personas, espacio, y eso es consustancial a la labor del archivo. Pero, a su vez, se alcanzan acuerdos ad hoc con los políticos locales, se aprovechan nichos historiográficos de difusión, hay cierta sensación de que puede encontrarse un tesoro; y dado el desconocimiento de ese punto ciego mexicano que, en tantos aspectos, es Matamoros, cualquier hallazgo vale la pena[1].
A veces, eso sí, un documento se pierde irreversiblemente, de la destrucción humana a la crítica del fuego, que quema lo que no agrada al gobierno de turno… O a la de los ratones, la crítica del olvido por el desprecio, y que torna documentos valiosos en basura o comida para alimañas[2]. Todo esto no es difícil de entender, pero mejor escribirlo, porque pasará otra vez.
Pero, tal vez, la pérdida sea reversible, por aparente. Por ejemplo, debido a la escritura en sí de muchos documentos, la letra puede tornarse ininteligible; al menos, si no lo revierte un entendido en paleografía –como, por cierto, Martín. También puede haber una sustracción, a revertir con una negociación, si se conoce al ladronzuelo. O una pérdida, por negligencia u olvido, subsanada con una búsqueda diligente, la petición firme a la institución que retenga información y quiera hacerla pasar por desaparecida, o, si nada funciona, que le aten pues los pelos a San Antonio –“San Antonio bendito/ los pelos te ato/ hasta que no aparezca equis documento/no te los desato”; el rezo, a las abuelas españolas, les funcionaba.
III
Un caso sutilmente distinto, útil para comprender estados límites, es el de expedientes que, siendo inteligibles y fácilmente ubicables en el archivo, no se estudian por miedo u otros reparos. En este sentido, la “delincuencia organizada”, como objeto de estudio, extiende esas sábanas.
Imaginemos un documento sobre un asesinato cometido por uno de los individuos más influyentes, por décadas, en una ciudad fronteriza. Pongamos que fuera un contrabandista –aunque nadie es sólo eso: intermediario y pacificador, querido e incluso mitificado, capaz de dirimir controversias de modo directamente proporcional a cómo promovía el tráfico ilegal transfronterizo, o maldades peores. Sea por sus influencias, o el desconocimiento o la inhibición de quien gusta de esos temas, nadie consulta ese documento, pues apenas se sabe de su existencia, y quienes lo supieran, no removerían el asunto, por el control –real o exagerado– de ese individuo, aun muerto, a través de sus familiares, capitales, medios. Imaginemos que el expediente revela una investigación, una hipótesis sobre el asesinato, una resolución –vista en relación con otras piezas y con miradas que no tuviesen los ojos tapiados por miedo o ignorancia–. Tal vez, discretamente, si es que existe ese documento, acabe digitalizado y subido para la consulta. Que acabe siendo, para algunos, un secreto a voces, si bien los peligros –o las advertencias que jueguen con los miedos de quien lo custodie– se mantendrán, aumentados por la condición de que Matamoros, desgraciadamente, a pocos importa, salvo para constatar ciclos ominosos de desapariciones violentas, asesinatos crónicos o migraciones arriesgadas. Parte de los arcana locii.
Otro límite sobre la posibilidad real de consultar un documento es la cuestión ontológica de la falsificación. Recordemos, al respecto, el argumento de la novela sciasciana El archivo de Egipto (1963)[3]. Ambientada a finales del siglo XVIII, cuenta la historia del fraile/abate Vella, nacido en la isla de Malta, pero residente en Palermo (en el virreinato de Sicilia). Este fraile altera, valiéndose de sus rudimentos del árabe, unos documentos (los archivos de Sicilia y Egipto), y hace creer a la elite siciliana que contienen datos sobre donaciones de tierras y propiedades. Es decir, crea un documento falso a partir de uno verdadero, y lo hace pasar –al documento falaz, pero también a él mismo, como su traductor y, ambiguamente, posible alterador; falacia sobre falacia– como susceptible de cambiar el status quo de la isla. Mientras leemos la novela, por un momento, nos parece que el abate Vella fingirá su muerte para ocultar la verdad… ¿O para espiar desde algún lugar oculto y con la tranquilidad de que lo crean muerto? Podría asumirse que Sciascia desliza la posibilidad de fingir la propia muerte, para crear un estado de sorpresa tal, que permita ver las reacciones verdaderas de quienes decían apreciarnos en vida… Da mihi factum, dabo tibi ius, se decía en latín: “Dame un hecho, y yo te daré justicia”. Sciascia parece que lo adapte a un: Dame un hecho falso [una mentira, para salvar el oxímoron], y yo te haré ver su justicia[4].
¿Cuánto de esto no aplica a las situaciones de hecho que buscan, mucho después, el auxilio legaloide y la convalidación del flujo de firmas y del sello al costado, y que terminan en un documento que irradia verosomilitud, pero cuyo contenido está repleto de plantas carnívoras (¿cómo sería ese otro símbolo auxiliar ☞ de una planta carnívora?), en vez de puntos y comas, prestas a devorar lo escrito?
Finalmente, está la cuestión del patrimonialismo (más que plantas carnívoras, los árboles de la noche mexicana) y cómo afecta a los archivos. Sobre el patrimonialismo, la imagen predominante (anglosajona) es la de que en México –ni se diga Tamaulipas– vivimos siempre bajo gobiernos que utilizan las instituciones para enriquecerse; usualmente, prolongados en el nepotismo. Un gobierno eterno que ni sabe, ni quiere saber que la distinción entre público/privado exige matices reiterados, señalamientos y acuses de recibido, y responsabilizarse no sólo de lo hecho, sino de los símbolos y las formalidades. Pero, ¡ojo!, sólo hará falta que acomodemos a equipos de gnomos transparentes que sostienen con sus dientitos, férreamente, nuevas leyes nacionales y un par de ajustes internacionales, y proclaman –la bandera sobre la isla, como pensaba Kafka a sus textos– cómo resistir a las tentaciones hispanoamericanas. Estos faquires extranjeros, de pupilas verticales felinas, y labios jugosos e hinchados –en fila, como los del cartel en inglés de El discreto encanto de la burguesía– harán que las leyes de verdad salgan de sus cajas y zapateen en Instagram un son jarocho.
Pero el patrimonialismo no es sólo tal imagen que se observa desde la mirilla, aunque esta sea un ojo de buey. El patrimonialismo es, también sin ingenuidad, subsanar con recursos privados lo que no llueve de los poderes públicos, y tomar, después, la recompensa, generalmente –y a pesar de lo que podría creerse– en especie (del tipo, “mañana me tomo la tarde libre, porque yo pagué la reparación de una pantalla”), y no pecuniariamente; o de ególatra provinciano (que, por ejemplo, se presenta con credenciales que no se tienen o correlaciona el trabajar en un lugar, con representar al máximo nivel a esa institución… Árboles con raros títulos de “Lic.” y “Mtro.” en sus copas, como esas bolsas de plástico y basura adheridas, omnipresentes, en el ramaje a orillas del Río Bravo).
Replanteado, ¿qué sería más esencial a la ilicitud del tráfico transfronterizo, la logística del paso crónico de toneladas de drogas, o el “tráfico hormiga”, a pequeña escala, usualmente un esporádico un individuo/un bien? Sí sé que el último engloba moralmente al primero, pero, de igual manera, no tienen la misma naturaleza. Lo mismo sucede con el patrimonialismo para que funcione una institución oficial que, simplemente, no da más de sí, y tendría que cerrar o incumplir objetivos si no se realizasen esos adelantos de dinero y servicios, con la sola guía de la decisión personal.
Lo descrito no es de por sí negativo (en el sentido de absolutamente inapelable); al menos, no en las circuntancias hic et nunc de, por ejemplo, no contar con equis herramientas para cumplir con la chamba. Así, por concluir con esto, y según casos escuchados en la frontera noreste de Tamaulipas, ¿cuál de estas dos opciones es preferible?:
- a) Un trabajador del Instituto Nacional de Migración (INM) federal, que es quien controla el paso de los migrantes, está presente en una deportación a México desde Estados Unidos, que se produce de madrugada, no solamente fuera de horario de oficina, sino de súbito, y de la que se entera por un conocido al otro lado del Río Bravo, ni siquiera por los canales oficiales. Tras asistir, el funcionario decide otorgarse a sí mismo la recompensa de que no irá a trabajar al día siguiente a la oficina.
- b) A ese mismo trabajador lo godinizan y, pongamos de nueve a cinco, aplica la máxima de “que se haga mi horario, y perezca el mundo”.
Añádase cualquier otra variante hipotética (el funcionario de migración supo de esa deportación tras pagar a alguien; un compa cobró a los migrantes para darles seguridad a su llegada a Matamoros; otro se juega la vida al ir a monitorear dónde deportan a esos migrantes, porque hay un individuo de un grupo criminal que quiere algo de ellos), y tendremos algo de la complejidad, grisácea, que repele el maniqueísmo hegemónico que nos conduce, como en el refrán rumano a umbla după potcoave de cai morţi, a “caminar tras las herraduras de los caballos muertos”.
Sin duda, esos ejemplos aplicados a la gestión de un archivo, pueden prolongar el cliché que el lar denunciaba: la frase de un “importante documento que obra en mi propiedad”[5], como foma de justificar la novedad de una hipótesis historiográfica lograda gracias al “robillo” o “contrabandillo” de papeles de un archivo perdido de la mano de Dios –las acusaciones al respecto entre historiadores y archiveros son moneda común, dichas medio en broma, medio en serio. Pero si replanteamos –como abogados del diablo– la hipótesis de alguien que encontrase y estudiase un documento que dormitaba enmohecido y lo divulgase con rigor, revalorizándolo; a la vez que lo retiene, porque es el modo de conservarlo, pues en el archivo público se estaba pudriendo, ¿no ameritaría ninguna atenuante?¿Cuáles son las otras opciones? Pregunto por las reales.
IV
Un fantasma recorre México: el fantasma del (des)orden, se dirá. Ciertamente, por ejemplo, desde abril de 2013, no hay policía municipal en el municipio de Matamoros. Se adujeron temas de seguridad para la desbandada y las 43 policías municipales de Tamaulipas pasaron a regirse por un “Mando Único” estatal. Previamente, los municipales estuvieron en varios períodos de depuración y control de confianza, pasos atrás y adelante sin ninguna teleología, pero que dejan hoy rescoldos –de mitos y rumores, desconfianza, idealización, fatalismo– en la ciudad:
—Vengo a ver si tienen hemerografía sobre algo que pasó en Matamoros.
—Eso aquí no se publica. Lo malo de Matamoros se publica en Reynosa, y lo de Reynosa en Matamoros.
Aun así, a pesar de carecer de una institución denominada “policía municipal”[6], hay individuos que realizan funciones de seguridad análogas. Principalmente, porque no hay una relación de causalidad entre orden y policía. Como explica uno de los mayores conocedores de este cuerpo en el siglo XX:
“[l]a policía [a ningún nivel] previene el crimen. Este es uno de los secretos mejor guardados de la vida moderna. Los expertos lo saben, la policía lo sabe, pero el público no lo sabe. Sin embargo, la policía pretende ser la mejor defensa de la sociedad contra el crimen y continuamente argumenta que si se le dan más recursos, especialmente personal, podrán proteger a las comunidades contra el crimen. Esto es un mito”[7].
Si cambiamos “policía” por “militares”, tendremos el mito más apropiado para el México actual.
Muchos documentos del AHHCM son un pórtico a estas cuestiones. Su estudio resitúa las preguntas. Por ejemplo, ¿qué recorrido tienen los parámetros hegemónicos recientes (alarmistas, mediáticos, expansivos) sobre el orden local? ¿Son los delitos más denunciados o abordados por la Dirección de Seguridad Pública municipal (DSP) años atrás los que, hoy, hacen inseguros a ciudadanos de la frontera noreste de México? Precisamente, una de las tesis de Lopes, en su estudio del abigeato o robo de ganado en otra de las fronteras del norte (Chihuahua, a finales del siglo XIX), es que, si fue el crimen más perseguido de la época, se debió a su uso en persecuciones jurídico penales y policiales amplias y polisémicas, que revelaban un sustrato de cambio en relaciones sociales. Los conflictos que esto suponían, extrapenales, se solucionaban con esa punición ampliada[8].
Las casualidades de encontrar un documento, en el AHHCM u otro archivo, tienen miríadas de manos, a modo de pequeños y cortos tentáculos. Ellas indican y reúnen centenares de líneas de investigación; pero, por su propia naturaleza, no pueden sostener la solidez de una explicación, ni siquiera de la más ligera. Quiero decir que un tema de este calado no es propio únicamente de análisis históricos, ni siquiera para los techies de la política pública, del tipo “la policía municipal está desaparecida, ¿qué algoritmo la reaparecerá?”. Tampoco es una cuestión sólo regional, ni exclusivamente fronteriza, ni se resolverá –en la expresión de un profesor de latín que tuve en el instituto gandiense Ausiàs March– con “bocadillos de números”; tampoco con el borrón y cuenta nueva del mito de una nueva Historia. Los temas estos tienen que ver con la naturaleza de la institución, qué valores la sostienen dentro y fuera, y cómo se ejerce la potestad cuando no se tiene la charola, o cuando esta, como esos monstruitos de H. R. Giger (1940-2014), habla iracunda hasta deformarse, y en ese pecho del policía ya no se reconoce la insignia que fue, que hasta rompe el espejo.
V
Por ejemplo, la percepción es que al orden fronterizo noresteño lo sostienen dos pilares. El más visibles (al menos, de día) son los cuerpos de seguridad adscritos a un nivel estatal (de entidad federativa). Estos cambian su nombre, pero persisten. Así, la Policía Estatal o varios grupos de elite a ese nivel, han pasado a ser ahora la Guardia Estatal, promovida por el nuevo partido hegemónico. Esta Guardia tamaulipeca recubre con colores blanco, guinda y naranja pálido los símbolos, rotulados, camionetas o uniformes, para que la nueva identidad corporativa sustituya al azul oscuro, casi negro bucentauro, de la anterior policía, asociada al otro gobierno –una denominación de los policías estatales era la de “polinegro” o “Furia Negra”; por cierto, a la policía municipal matamorense se la denominaba, al menos en los ochenta, “furia azul”[9]. El cambio aprovecha el impulso –mediático y unificador– de la Guardia Nacional. Así, esta sustituyó a la Policía Federal y el cuerpo federal policial pasa a tener un perfil más militar, además de remitirse a la historia de México y connotar una fusión patria/pueblo/nación.
Se trata de presencias policiales que hacen trabajo municipal de patrullaje y disuasión, de respuestas rápidas ante la balacera (“ya se soltó el diablo”). Tal vez su proyecto, a largo plazo, sea policial (no sé bien cómo); pero, de hecho, son como cuidadores de la esperanza de que alguna vez la policía municipal sea innecesaria o continúe durmiente. En realidad, a lo sumo, estos estatales podrían llamarse semipolis, puesto que en espíritu y bagaje son militares. En inglés tienen el término paramilitary, para este tipo de cuerpos; pero como los lectores saben, lo paramilitar se asocia en Iberoamérica a acciones encubiertas del Estado contra individuos y demás parapolíticas que, si se aplican a cuerpos como la Guardia Nacional, confunden, más que aclaran. Entonces, puede que sea suficiente afirmar, con todos los matices de contexto, que se trata de instituciones “de naturaleza militar y ámbito nacional”, como se califica a la Guardia Civil española[10].
A este pilar policial estatal lo apuntalan los omnipresentes –en el discurso público, entre bambalinas– cuerpos de seguridad militares, esto es, la secretaría de la Defensa Nacional o ejército de tierra; y la secretaría de Marina o Armada. En el ámbito de gestar un orden municipal, los problemas que aparejan, al ser cuerpos supramunicipales y fuerzas de agresión, preparadas para la guerra, son tantos que lo planteo aquí y no termino nunca. Quizá se los pueda ver, simplemente, como los Ginesillos de Pasamonte del retablo securitario del maese Pedro mexicano del primer cuarto del siglo XXI.
VI
El otro pilar –la otra serpiente en Laocoonte– del orden local es continuo y sin visos de finalizar; a un ojo inexperto (fuereño, ajeno a las dinámicas matamorenses o tamaulipecas, y que abrace la ética como única unidad de medida moral), ese pilar gobierna los municipios de la frontera noreste, entre los que se encuentra Matamoros. Se trataría de civiles armados vinculados a facciones criminales, que generan, en dialéctica con las fuerzas de los otros niveles, un conglomerado impredecible, crónico, ramificado.
Un ejemplo paradigmático es la estantigua de las patrullas, fenómeno al que se alude como presente y como ausente, si se permite la analogía con la mecánica cuántica. Si recordamos, la palabra “estantigua” es una contracción de “huest antigua”, que, a su vez, proviene del latín tardío hostis antīquus (esto es, “el viejo enemigo [de la humanidad]”), que es como se denominaba al diablo por los padres de la Iglesia[11]. Gonzalo de Berceo (siglo XIII) ya utiliza “guerrero” como sinónimo de “diablo”[12]. Después, “estantigua” ha pasado a significar, también, “[p]rocesión de fantasmas, o fantasma que se ofrece a la vista por la noche, causando pavor y espanto”[13]. Ambos, guerrero y fantasma, encajan perfectamente en lo evocado para vehículos rotulados o sin rotular, con patrulleros armados, en forma de columnas volantes, en madrugadas, carreteras nocturnas y demás puntos ciegos del paisaje de huestes en Tamaulipas.
Se trata de estantiguas que sugieren “ideas límites de marca”, más que organizaciones homogéneas y jerárquicas. Entiendo una “idea límite de marca” como el uso de una denominación para adscribirse a unos nombres asociados a valores, pero que no pueden existir con los rasgos de tal y como se definen. Las facciones que se asumen mediáticamente como “Cártel del Golfo” o remanentes de “Los Zetas” –y que al hacerlo atraen individuos y redes, alianzas y contactos, pistoleros y arribistas, partidos y policías cómodos en ese parpadeo de bizco– no pueden tener la fortaleza controladora a nivel federal o de estado, pero sí generan un multiplicador de fuerza para quienes lo utilizan, que terminan revalorizándolo para que les sea suficiente a niveles locales.
VII
Estos pilares monopolizan la percepción sobre el orden local noresteño. Al menos, de primeras y sin entrar a fondo, se verán como un orden que sólo significa muerte y temor. Sin embargo, esa ciudad, como tantas otras, por tomar la expresión del escritor siciliano Leonardo Sciascia, limita con la imaginación. Sciascia afirma que la Regalpetra ficticia limita con el Racalmuto real[14]; y así sucede con la frontera entre el Matamoros real y el otro (¿Moros?; ¿Mata’m, a lo valencianet? Mejor lo rebautizan ustedes). Quiero decir que algo de ese orden funciona, aunque está por entender el significado de qué es lo que funciona, y a qué costa. ¿Es lo definitorio que –hasta el último momento– puede que no sepamos a qué institución oficial o no oficial, o a qué individuo, se adscribe quien da un alto al paseante, o los tipos que llegan ante hechos a fuego y a sangre, y prolongan la balacera? ¿Se resume ese orden en algo tan pedestre, como que pueda pasearse, más o menos tranquilo por la ciudad, aunque interiorizando un toque de queda o el riesgo a encontrarse con patrullajes de las estantiguas?
Los sujetos que conforman el par de pilares mencionados poseen rasgos de los descritos, y son partes del orden noresteño. Sin embargo, hay mucho más, muchas más circunstancias, muchos otros actores que pueden no ser lo que parecen; que realizan labores que pasan desapercibidas y que enmarcan otras cotidianas, en las que coagularon los grandes titulares y el documento sacado de la caja.
Epílogo
Al escribir esto, me acordé de lo sucedido, hace nada, en el edificio donde vive mi novia, en la Roma Sur, en Ciudad de México. En uno de los tantos depas que están en Airbnb, un sábado noche, uno de los inquilinos –eran un hombre y dos mujeres– se mató. Dicen que se suicidó colgándose de la barra del interior de un armario; si este es como los que están por defecto en cada depa, entonces el chavo debía de medir algo menos de metro cincuenta, y aun así, ese suicidio fue una conducta de riesgo, con el peligro de que la barra de metal cediera, y lo dejara herido, pero no de muerte y a los otros –salvo que el suicida imaginario recitara a lo François Villon–, muertos de risa.
Pero el asunto es que, en todo esto, confluían jurisdicciones y prejuicios. Por una parte, el muerto era gringo. Lo que cuenta para muchos (incluidos los manifestantes de laboratorio que claman y se rompen contra la gentrificación cada finde capitalino), es que zanahorio Trump ha dejado calientita la idea del gringo malo quien, además de ser incapaz de frenar a un presidente que expulsa a los mexicanos, se viene a México a rentar carísimo y a pedir tacos sin mucho o nada picante. Y si encima viene a suicidarse… Que cada lector se prolongue en su arquetipo favorito, para que sus estereotipos gocen de densidad infinita.
Además, las otras inquilinas no sólo eran extranjeras, sino mujeres, por lo que uno puede deducir el laberinto que empezaba a enraizarse bajo los pies. Por otro lado, ¿cómo contactar a los dueños, si estos eran una pareja de geeks mexicanos que llevan años viviendo en Alemania o en algún otro principado europeo?
Así que llegó la policía y precintó el depa. Por alguna razón (seguramente legal, pero aquí escribo de otras cosas), un policía se quedó en la puerta del mausoleo, custodiando el precinto. Se trajo un taburete y desde ahí hacía sus precarios turnos de doce horas, y de seguido llegaba la otra policía que, igual, sentada en la silla periquera, jamás dejaba la tercera planta; ambos, a lo sumo, se movían para sentarse en los escalones, como atisbando el plus ultra de los personajes de una página.
Él y ella, en silencio, contemplaban las chispitas y los fuegos de sus celulares (esos sí hacían soniditos de pez cantor), o atisbaban el pasillo congelado, o sus charolas de unicel con sus taquitos dorados en cada comida. La cosa no podía continuar así… ¿Los propietarios cosmpolitas, sabían de esto? ¿El procedimiento normal tras un suicidio de un extranjero era precintar la casa y poner de guardia a un policía local, pegado a la puerta, como mezuzá? ¿No debería la administradora del edificio jerarquizar qué estaba pasando e informar por cuánto tiempo? ¿Por qué ningun vecino decía nada, salvo “permiso y buenas tardes”?
Recuerdo que Mario, mi roomie en Matamoros, me contaba que en su condominio pidió a cada vecino que viese episodios de la serie española Aquí no hay quien viva, exasperado de su pasividad, y para que aprendiesen sobre la convivencia y la corresponsabilidad. Les valió pito y ni la mitad ha pagado el portón automático, por lo que es un desmadre cada vez que quieren entrar los carros morosos; tampoco les importó que no hubiera una verja de seguridad en la alberca, con tan mala suerte que, mientras una mamá morosa estaba distraída por el celular, su hija morosita estuvo a punto de pagar con su cuerpo, yéndose a que le cantasen los peces.
Al fin y al cabo, los policías del pasillo, en el límite entre el hechizo fatalista y un servilismo respetuoso, como lo sería el muñeco sin ventrilocuo que quisiera ver mundo, tenían ya sus horarios, su limpieza tras cada comida e, imagino, sus textos a estudiar para pasar el rato –aunque el celular nos guillotina con tanta saña, que capaz la pantalla les ordenaba cien por ciento de atención. Nadie sabía por qué seguían allí, ni cómo se había dado la situación, ni hasta cuándo vigilarían, ni las potestades exactas. Mientras no molestasen mucho, y respetasen tantito –que al menos la vecina de enfrente del depa que custodiaban, imagino que ella ya ovillada en el ojo de la mirilla, pudiera salir por su puerta sin tocar el taburete–, pues uno se aguantaba. Al cabo, el respeto mutuo estaba claro (aunque la situación general fuese ciega y ciclópea). Es por eso que tampoco nadie dijo nada cuando él y ella se trajeron la esterilla y una almohada, y pasaron a dormir en el suelo del pasillo. Obvio, llevaban semanas viviendo allí, ¿cómo no iban a tener derecho a soñar? ¿Qué? ¿Tenían que colgarse del techo, como murciélagos?
El asunto, como puede colegirse, no es si esto era legal, ni si los servidores públicos cumplían con su encargo. Todo era correcto, pero la mezcla de inercias, malentendidos, hechos consumados, silencios y valemadrismo, maximizados por afectar a espacios domésticos, no están enjaulados en un pasillo del piso tres de un edificio de la Cuauhtémoc, sino que se van por libre en tantos lugares mexicanos, y es casi imposible anillar a todos esos murciélagos.
En Chilpancingo de los Bravo (Guerrero, México), verano de 2025
Notas
[1] Por ejemplo, Galván considera los archivos de la ciudad un “tesoro de documentos históricos”: Galván, Melisa Catarina, ‘Relaciones polémicas con el contrabando en una época de inestabilidad en los territorios nororientales de Nueva España: El puerto de Refugio, 1794-1824’, en: Octavio Herrera (coord.), El delito de contrabando en la frontera norte de México, UAT/Colofón, Ciudad de México, 53-85, 2021, p. 54.
[2] La idea proviene de uno de los tipos de crítica que establece Bueno: “la crítica mediante instrumentos reales a opiniones, doctrinas o teorías. Es la crítica del fuego inquisitorial, mediante la hoguera, la crítica de las armas, pero también, para utilizar una expresión del propio [Karl] Marx, la «crítica de los ratones» a la Ideología alemana. Se trata de una crítica translógica”. Bueno Martínez, Gustavo, La filosofía crítica de Gracián [Ensayo ofrecido como lección de clausura del congreso “En el 400 aniversario de Baltasar Gracián”], Oviedo, 24 de noviembre de 2001, https://fgbueno.es/gbm/gb2001gr.htm
[3] Sciascia, Leonardo, El archivo de Egipto, Ana Goldar (trad.), Origen-Seix Barral, México, 1985 [1963].
[4] “En rigor, si en Sicilia la cultura no fuese, de modo más o menos consciente, una impostura, si no fuera instrumento en manos del poder de los barones, y por lo tanto mera ficción, continua ficción y falsificación de la realidad, de la historia… Pues bien, en ese caso, os digo que la aventura del abate Vella hubiera sido imposible… Y aún os digo más: el abate Vella no ha incurrido en ningún crimen, sólo ha montado la parodia de un crimen, cambiando sus términos… La parodia de un crimen que en Sicilia se viene consumando desde hace siglos…”. Ibíd., p. 130.
[5] Cuéllar Cuéllar, Andrés Florentino, ‘El Archivo Histórico de Matamoros’, Septentrión. Revista de historia y ciencias sociales, núm. 3, enero-diciembre de 2012, 52-63, https://septentrion.uat.edu.mx/index.php/septentrion/article/view/76 , p. 56.
[6] Son recurrentes noticias, como esta, que destaco por la claridad godotiana de su titular: Echartea, Alejandro, ‘Regresa la Policía Municipal’, El Mañana de Reynosa, 5 de abril de 2023, https://www.elmanana.com/tamaulipas/cdvictoria/volvera-policia-municipal-en-tamaulipas/5690208
[7] Bayley, David H., Police for the future, Oxford University Press, Nueva York y Oxford, 1994, p. 3. Traducción mía.
[8] S. Lopes, María Aparecida de, De costumbres y leyes: Abigeato y derechos de propiedad en Chihuahua durante el porfiriato, El Colegio de México, México, 2005.
[9] Requena, Jaime, ‘La furia azul dejó huella en la historia de Matamoros’, Horizonte de Matamoros. Con el poder de la verdad, 23 de agosto de 2023, https://www.horizontedematamoros.com.mx/la-furia-azul-dejo-huella-en-la-historia-de-matamoros/
[10] Guardia Civil, Conoce a la Guardia Civil, 2024, https://www.guardiacivil.es/es/institucional/Conocenos/index.html , pfo. 1.
[11] “Estantigua”, en: Diccionario de la lengua española, Real Academia Española de la Lengua, 2024, https://dle.rae.es/estantigua
[12] “Prisieronlo por tienllas [lo ataron con cuerdas] los guerreros antigos/ Los que siempre nos fueron mortales enemigos”, Berceo, Gonzalo de, Milagros de Nuestra Señora, en: Gonzalo de Berceo (autor) y Amancio Bolaño e Isla (prólogo y versión moderna), Milagros de Nuestra Señora. Vida de Santo Domingo de Silos. Vida de San Millán de la Cogolla. Vida de Santa Oria. Martirio de San Lorenzo, Editorial Porrúa, México, 2014 [c. 1246-1252], “X. Los dos hermanos”, estrofa 246, líneas 1-2, p. 48.
[13] “Estantigua”, ob. cit., acepción primera.
[14] “Regalpetra no existe, está claro: «toda referencia a hechos ocurridos y a personas existentes es puramente casual». Existen en Sicilia muchos pueblos semejantes a Regalpetra, pero ninguno lleva este nombre. En Racalmuto, pueblo que en mi imaginación limita con Regalpetra […]”. Sciascia, Leonardo, Las parroquias de Regalpetra/Muerte del inquisidor, Rossend Arqués Corominas (trad.), 2ª ed., Bruguera, Barcelona, 1983 [1956], p. 14.
Jesús Pérez Caballero
El Colegio de la Frontera Norte, Investigador por México de SECIHTI, Unidad Matamoros.
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