[:es]Víctor Alejandro Espinoza
El jueves 28 de enero se difundieron los datos que Transparencia Internacional (TI), una institución no lucrativa que tiene capítulos locales en más de 100 países y su sede principal en Berlín, Alemania, da a conocer anualmente producto de una amplia encuesta. TI difunde los resultados a través de un Índice, que califica la percepción de la corrupción imperante en diversos países. “El Índice de Percepción de la Corrupción clasifica a los países / territorios en base a lo corrupto que se percibe el sector público de un país. Es un índice compuesto, basado en los datos relacionados con la corrupción recabados entre expertos y empresas y recogidos por una variedad de instituciones independientes y acreditadas”.
(http://www.transparency.org/country/#MEX)
El Índice 2015 nos vuelve a ubicar en un lugar nada envidiable: en el 95 de un total de 168 y con un puntaje de 35 sobre 100 (donde 0 es muy corrupto a 100 que es sin corrupción). Quiere decir que hay 73 países más mal calificados, pero 94 mejor evaluados, o donde la percepción de corrupción imperante es menor. Hay que decir que este índice mide la percepción de la corrupción gubernamental, que por lo general se asocia a corrupción pública.
Pese a lo que se afirma desde el gobierno, las estrategias anticorrupción no parecen haber dado resultado alguno. Si en 2012 el Índice fue de 34 puntos (sobre 100); fue el mismo en 2013. En 2014 y 2015 se registró igualmente el mismo dato: 35 de 100; para alcanzar una muy mala calificación.
Bajo la actual administración, se ha anunciado un Sistema Nacional Anticorrupción, que entre otras acciones incluía el nombramiento de los contralores internos (órganos internos de control) de las dependencias y entidades de la Administración Pública por parte del Congreso. A la fecha esta medida fundamental sigue brillando por su ausencia.
La anacrónica práctica de que los titulares de las oficinas gubernamentales designen a las contralorías internas permitió el crecimiento de la corrupción gubernamental. Cualquier asunto, queja o demanda cuyo origen sea la autoridad, será rechazada con burdos argumentos administrativos. Pero aún más, las contralorías han sido utilizadas para perseguir a subordinados o trabajadores que tuvieron la mala fortuna de ser identificados con funcionarios caídos en desgracia. La corrupción en su máxima expresión.
Parece ser el mismo caso en las contralorías de los estados o en los ayuntamientos. Contralores y síndicos procuradores llegan al cargo por ser integrantes de las planillas de candidatos a gobernador o alcaldes. Sería una verdadera sorpresa que se atrevieran a litigar contra alguno de sus jefes. Así, para desesperación de los ciudadanos, las instancias formalmente encargadas de combatir la corrupción, funcionan como defensorías de oficio de los titulares en turno.
No parece fácil resolver un problema estructural como lo es el de la corrupción en México. Es una de las transformaciones radicales que exige el sistema político nacional. Forma parte de la agenda de una verdadera Reforma del Estado que se ha quedado en la superficie. Acabar con la corrupción o reducirla a los índices de países que cuentan con democracias de calidad exige desmontar un sistema de privilegios y formas de acumulación de capital en las que históricamente se convirtió nuestro sistema político.
Aunque quizás estaría bien al menos iniciar con políticas públicas que vayan acotando el problema. Como señala María Amparo Casar: “Como en toda política pública, el éxito de la política anticorrupción depende inicialmente de un diagnóstico correcto, de objetivos claros a lograr y de poner en operación los instrumentos y medidas que vinculen los problemas identificados con los objetivos a lograr” (“México: anatomía de la corrupción”, CIDE/IMCO, 2015, p. 62).
Empecemos con el diagnóstico, con la instrumentación del Sistema Nacional Anticorrupción, con políticas públicas bien diseñadas; pero empecemos ya.
Investigador de El Colegio de la Frontera Norte.
Correo electrónico: victorae@colef.mx. Twitter: @victorespinoza_[:]