«Quiero encabezar un gobierno que sea sensible a los reclamos y a las demandas de las comunidades, de los barrios, de las colonias populares. Sé de los retos que se enfrentan en estas colonias populares de Baja California y de Tijuana», fueron las últimas palabras que pronunció el candidato priista Luis Donaldo Colosio para concluir el mitin en Lomas Taurinas. Eran las 5 de la tarde de aquel aciago 23 de marzo de 1994.
Esa tarde me reuní con un grupo de académicos mexicanos en la vecina San Diego y la plática giró en torno a las campañas presidenciales. Todos teníamos claro que la disputa al interior del PRI era álgida pero que el principal problema era que la campaña de Luis Donaldo “no levantaba”. Por aquellos días había la percepción compartida de que “algo” trababa el despegue de la candidatura de Colosio; pese al sentido discurso del 6 de marzo en el Monumento a la Revolución, donde entre otras cosas dijo: “El gran reclamo de México es la democracia”, su campaña nunca “prendió”.
En aquella les dije algo que hasta pensarlo me producía desazón: “Es posible que el PRI tenga que reemplazar al candidato o pueden perder la elección” (Recordemos que los candidatos opositores eran Diego Fernández de Cevallos y Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano). Pero, agregué, quitarlo porque no crece su campaña sería un golpe anímico y conllevaría también el riesgo de un fracaso electoral. La única salida al parecer es que haya un trágico final. Aunque me parecía extremo y quise descartarlo, me atreví a plantear la hipótesis.
Hacia las 8 de la noche crucé la frontera de regreso a Tijuana; en todo el trayecto percibí un ambiente sombrío. Inusualmente había muy poco tráfico, casi nadie circulaba. Me imagino que todos estaban pegados al televisor. Cuando llegué a mi casa, Isabel me preguntó: “Ya te enteraste?” En ese momento estaba la televisión encendida y repetían la nota de Jacobo Zabludovsky anunciando que el “Lic. Colosio había sido herido en Lomas Taurinas en Tijuana”. No lo podía creer; me parecía terrible que pudiera haber alguien que ordenara una acción de tal magnitud. Un par de horas después se confirmaba la muerte del candidato presidencial priista. La imagen de Liébano Sáenz anunciando el deceso de Colosio Murrieta queda para la historia.
A dos décadas del magnicidio, las dudas sobre las razones del “asesino solitario”, Mario Aburto, no se han aclarado. Una parte importante de la sociedad sigue pensando que fue un crimen de Estado. Lo cierto es que, como en el título de la novela de Daniel Sada, “Porque parece mentira la verdad nunca se sabe”, nunca habrá una explicación convincente sobre lo que sucedió aquella tarde trágica.
Sin duda la creencia en un complot orquestado desde las “alturas del poder” se ve alimentada por la personalidad del presidente de la República y el contexto en el que tuvo lugar el crimen. Carlos Salinas de Gortari fue el último presidente en designar a su sucesor y se dice escogió no al mejor candidato, sino al que pensaba sería más dócil; descartó a Manuel Camacho Solís y se inclinó por Luis Donaldo Colosio. Pero además, se dice, le pidió que retrasara el inicio de su campaña y alimentó la idea de un reemplazo ante una campaña que no levantaba; todo con el ánimo de alargar su poder. La presidencia de Carlos Salinas de Gortari representó el extremo de la forma de gobierno autoritaria: el sistema presidencialista mexicano, con sus rituales, formas y contenidos, condensó su máxima expresión. Por eso las sospechas, por eso la hipótesis de un crimen de Estado. Ante la tragedia, y ante la imposibilidad constitucional para designar a un sucesor de Colosio entre los funcionarios de su gobierno, Salinas se inclinó por un personaje como Ernesto Zedillo Ponce de León, cuya máxima aspiración política era convertirse en gobernador de Baja California. La muerte de Colosio y la extraña actuación del panista Diego Fernández de Cevallos pavimentaron el triunfo de Zedillo.
Lo cierto es que el candidato accidental ganó con amplitud la elección. Durante su gobierno estableció la “Sana distancia” con su partido: y seis años después, entregaba la banda presidencial a Vicente Fox, primer presidente “de oposición”. El sacrificio de Luis Donaldo Colosio Murrieta es un referente ineludible para explicar los derroteros de la vida pública mexicana.