La crisis por la que atraviesa Michoacán tiene varias aristas y por lo mismo, permite diferentes lecturas. En esta ocasión me refiero sólo a un par de ellas. El arraigo de quien fuera gobernador interino, así como secretario general de gobierno, Jesús Reyna, por presuntos vínculos con los Caballeros Templarios, abre la tapadera y cuestiona en denitiva al gobierno encabezado por el disminuido Fausto Vallejo.
No parece creíble que el gobernador ignorara las actividades de su segundo de a bordo. Y la explicación oficial es esa: “el gobernador nada tiene que ver”; aunque sea por omisión, pero ahí hay una responsabilidad, máxime si el arraigado resulta culpable. La investigación contra el ex secretario fue iniciada por el Comisionado de Seguridad Alfredo Castillo, designado por el presidente Enrique Peña Nieto. Ante el vacío de poder gubernamental, el crecimiento del crimen organizado y el surgimiento de las autodefensas, el gobierno federal decidió en los hechos el desplazamiento del gobierno local.
Lo que estamos observando en el caso Michoacán es el fracaso del federalismo mexicano. Durante décadas el poder centralizado utilizaba mecanismos correctivos ante los excesos de los poderes locales. El ejemplo diáfano es el de Carlos Salinas de Gortari quien destituyó a 17 gobernadores; pero a partir de la “sana distancia” inaugurada por Ernesto Zedillo, se decidió por un esquema federalista que fue bautizado como “Nuevo federalismo”; la nueva estrategia implicó el desplazamiento del poder central hacia la periferia: el acotamiento del poder presidencial se tradujo en un redimensionamiento del poder local: los gobernadores se “empoderaron”. Más que virreyes, se convirtieron en señores feudales, amos y señores de su entidad. Crecieron y se amasaron fortunas al amparo de la impunidad. Sin límites o mecanismos de control, el federalismo derivó en el ejercicio de poderes despóticos.
No hubo asunto o tema del cual no fuera enterado el gobernador; tampoco negocio legal o sucio: todo lo controlaron: a los poderes Legislativo y Judicial, a las universidades públicas, institutos electorales, educación, programas sociales: todas las decisiones pasaban por el escritorio del Poder Ejecutivo local. La clase política tricolor, azul o amarilla a sus órdenes. Se sirvieron con la cuchara grande; hoy vemos los resultados: un país con regiones atrasadas, pueblos arrasados, pero con ricos que amasaron su fortuna al amparo de los gobiernos estatales.
Lo que trata de hacer el gobierno federal en Michoacán es el trabajo que le correspondería al gobierno del estado, pero que penetrado por el crimen organizado, es incapaz de llevar a cabo. Desde luego que es una salida de fuerza y centralizada, pero no parece haber otra vía ante la crisis y descomposición que se vive. Es la comprobación plena de que el federalismo actual tiene que ser replanteado.
Insisto, pueden tomarse medidas de carácter temporal pero no solucionarán el problema de fondo: la ocupación de los territorios por parte del gobierno central puede ser una salida coyuntural ante la ausencia de Estado. Cuando el “monopolio legítimo de la violencia” lo ejercen los grupos del crimen organizado no hay forma de enfrentarlo más que con el uso de la fuerza pública centralizada.
A mediano y largo plazo, la salida no parece ser la de re centralizar el poder político; considero que la vía correcta es replantear la forma de gobierno. Nuestro sistema presidencialista se encuentra agotado. Desaparecer los poderes locales no parece una solución plausible; dar paso a una forma semipresidencialista y reproducirla a nivel de las entidades, permitiría no estar sujetos al capricho de los señores feudales, o del presidente omnipotente. El sistema presidencialista es pariente cercano del autoritarismo y es vecino distante de la democracia. Busquemos soluciones de largo aliento y no sólo para apagar los fuegos inmediatos.