[:es]En mi infancia las noticias de asesinatos cimbraban a la comunidad. La información corría como “reguero de pólvora” por todo el pueblo. La mayoría de los tecatenses conocía al muertito y entonces la tragedia tenía nombre y apellidos. Estoy hablando de los homicidios, aunque las “muertes naturales”, también eran motivo de comentarios y congojas: todo mundo lamentaba el deceso y se apuntaba al velorio.
La muerte era vista como un acontecimiento y una tragedia. Todos nos sorprendíamos por la pérdida. Conocíamos a los difuntos, la mayoría de las ocasiones resultaba pariente o alguien con quien se coincidía. Un asesinato con estas características implicaba darle rienda suelta a la imaginación. Nos convertíamos en una suerte de investigadores privados dispuestos a resolver el enigma.
Desde luego que hubo agentes privados o quienes se convirtieron en detectives ante la necesidad de resolver los intrincados casos. Uno de ello fue Anselmo Cota, apodado “El Toro”. Un día supimos que un joven de nombre Evencio había sido encontrado por el rumbo de las vías del tren. Entonces, Anselmo, quien al parecer ya fungía como agente honorario de policía (así lo recuerdo pues al menos vestía cachucha y cachiporra de los cuerpos de seguridad), tomó el caso en sus manos y días después se supo que había dado con el paradero de los asesinos de las vías del tren.
Los acontecimientos eran relatados puntualmente en el único medio de comunicación que se mantuvo por décadas. La Semana, cuyo director, comercializador, editor, reportero y distribuidor, era el Sr. Alberto Ahuja Cosío. A falta de acontecimientos, la sección de sociales se nutría de la reseña de los días de campo de las familias pudientes del pueblo; o de las fiestas y otros esparcimientos de la gente de relumbrón. Pero si había muertito, la edición del semanario se agotaba. Encontrar el periódico era una odisea, aunque si era necesario el Sr. Ahuja resurtía en la librería que se encontraba enseguida del mítico Bar Diana, frente al Parque Hidalgo.
Entonces no era tan boyante el negocio de las funerarias; sólo recuerdo la que se ubicaba por la Calle Hidalgo, casi enfrente de la Iglesia de Guadalupe, en la zona centro. Todo funeral que se respetara era de velación de toda la noche, nada de cerrar a las 12. Entonces circulaba buena cantidad de alcohol, muchas veces como piquete en un vaso de café. Los hombres se reunían fuera a contar chistes y las risas se escuchaban al interior de la capilla donde las mujeres lloraban y rezaban cada cierto tiempo un rosario. Tampoco se acostumbraban las cremaciones, nada de eso, el cuerpo completito y después de la misa al único cementerio de entonces ubicado al pie del Cerro de la Panocha.
Hubo plañideras famosas; recuerdo en todo momento a Amparito, que siempre acudía a los velorios, conociera o no al difunto. Se dice que ella “quedó mal” a raíz de que en un viaje al sur se le extravió su mamá en una central de autobuses. Llegaba, se persignaba una y mil veces, lloraba un poco, echaba la bendición y se iba.
La llegada de funerarias fue alejando la mala costumbre de velar los cuerpos en las casas. El trauma para los niños era inconmensurable. Recuerdo que en la casa de mis abuelos fueron velados algunos parientes. El terror se apoderaba de los pequeños. Muchos años después me moría de miedo al quedarme solo en la sala de los abuelos o cuando me enviaban a “prender” la luz (que no sé porque razones el apagador se encontraba en medio de la habitación).
Tampoco comprendí porque mi primo José Quiñones decidió ser embalsamador y trabajó como tal por décadas en la Funeraria González de Tijuana. Cuando lo llegaba a ver sentía un gran respeto y me sorprendía su valor para “preparar cuerpos” para la velación y posterior inhumación. Me lo imaginaba de noche trabajando en solitario y me parecía una labor increíble.
Hoy, ante la “muerte sin fin”, la “difícil costumbre” de acostumbrarnos a la violencia y a la degradación; ante los miles de muertos que son realidad en este país, creo que por desgracia se cumple lo dicho por el personaje del célebre cuento de Edmundo Valadés a propósito del asesinato del presidente municipal de San Juan de las Manzanas: “La muerte tiene permiso”.
Victor A. Espinoza Valle
El Colegio de la Frontera Norte[:]