Durante las últimas semanas hemos vivido la extraña sensación de estar frente a una historia conocida, repetida una y más veces sobre la espalda afligida de los mexicanos, no de todos, pero sí de una inmensa mayoría. Como si la naturaleza nacional fuera la de sufrir y padecer inseguridad, impunidad, desigualdad: la injusticia como sello de identidad. Los malos gobernantes producidos en serie, que se burlan una y otra vez de nuestras desgracias y la certeza generalizada que nadie desmiente: así es y no pasa nada.
La historia trágica repetida una y más veces a través de la absurda masacre de estudiantes normalistas de Ayotzinapa, al parecer asesinados por quienes deberían defenderlos: los policías municipales de Iguala. La terrible evidencia de que las instituciones no defienden a los pobres, a los desamparados de siempre, que no encuentran ni siquiera en la educación un vehículo para superar su pobreza endémica. A la hora de la masacre y del secuestro de los estudiantes, el presidente municipal de Iguala y su mujer departían alegremente. “No me enteré porque estaba en una fiesta”, afirmaba el alcalde perredista. Otro alegre compadre en lugar de alzar la voz y condenar los hechos, se encontraba muy ocupado preparando su ratificación al frente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Lo importante es asegurar el puesto antes que andar defendiendo a esos pobres normalistas indígenas. La grilla está en otra parte, nos decía con su actitud Raúl Plascencia Villanueva.
Cuando el presidente de la República y los tres principales partidos políticos celebraban los resultados del Pacto por México, que había conducido a la promulgación de las reformas estructurales y llovían los reconocimientos internacionales, la obcecada realidad se ha encargado de echar por la borda los festejos y recordarnos que vivimos en un país profundamente desigual e injusto. Debe ser frustrante para un gobernante ver que las buenas intenciones y las acciones que se pensaban serían la panacea para todos los males no han sido suficientes y de la noche a la mañana la terca y terrible realidad se imponen.
La historia repetida que nos regresa a la película de 1994, y aquel 1 de enero cuando Carlos Salinas de Gortari no despertaba de los festejos de la noche vieja donde se brindaba por el futuro luminoso que traería de la mano el Tratado de Libre Comercio y nuestra entrada a la modernidad. Desde el Sur profundo los indígenas color de la tierra del EZLN cimbraban los cimientos de las fantasías primermundistas elucubradas por los comensales de los caros restaurantes de la Ciudad de México.
Hoy el grito de realidad procede de nuevo del Sur; desde Oaxaca, Michoacán y Guerrero, donde se ceba la violencia y crece el resentimiento por tantos años de olvido y desdén de una clase política racista que no distingue entre partidos y que han prohijado gobernantes que se han enriquecido con la injusticia y la impunidad que se padecen. Por más que se den golpes de pecho; la responsabilidad es compartida. Lo que estamos viendo es la punta del iceberg que se ha incubado en décadas y cuya solución va más allá de la buena voluntad de algunos funcionarios.
-Dr. Víctor Alejandro Espinoza, investigador del Departamento de Estudios en Administración Pública.