Transiciones: Incrédulos

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Opinión de Víctor Alejandro Espinoza Profesor-investigador del Departamento de Estudios de Administración Pública de El Colef de El Colegio de la Frontera Norte

jueves 10 de septiembre de 2015

La credibilidad de los mexicanos sobre asuntos públicos ha caído en picada en las últimas décadas. Al parecer la democracia mexicana (“sin adjetivos”, Krauze dixit) no produjo mayores certezas sobre la vida social y política nacional. Esta certeza desde luego tiene correspondencia sobre lo que sucede en el ámbito privado, pero esa es otra historia.
Durante el largo periodo autoritario existían otros mecanismos redistributivos que paliaban el efecto del discurso irreal o demagógico de políticos, partido y funcionarios. No importaba tanto que mintieran sobre los problemas nacionales o sobre las consecuencias de los autoritarismos y cacicazgos locales si tarde que temprano podrías beneficiarte de las altas tasas de crecimiento (7 por ciento anual en promedio). Había una alta movilidad social a través de la educación y el trabajo. El corporativismo no era sólo control autoritario, sino un sistema de intercambios entre gobiernos y ciudadanos, en el que el apoyo político se traducía en bienes materiales tangibles. Era cuestión de disciplinarse para acceder a los beneficios de la revolución.
Desde los años ochenta este sistema de intercambios se quebró con la crisis económica y las medidas instrumentadas para paliarla. El Estado Benefactor se resquebrajó a nivel internacional y México no fue la excepción. Si se quería continuar con un sistema corporativo este sólo sería posible mediante un sistema clientelar más selectivo, a través de políticas sociales.
La democracia mexicana no incluyó la transformación institucional, como sucedió en las transiciones exitosas. No hubo consolidación democrática, lo que significa que tuvimos alternancia(as) sin Reforma del Estado que permitiera cambiar la naturaleza institucional, empezando por la corrupción como resorte del ejercicio gubernamental. Así las cosas, llegaron gobiernos de signo distinto y las corruptelas, conflictos de interés, justicia inoperante o ausente, siguieron como prácticas cotidianas.
Sin los paliativos de la redistribución económica, con un sistema clientelar, y con un crecimiento exponencial de la pobreza, el cinismo ciudadano se transformó en desilusión, primero, y en incredulidad, después. Las versiones inverosímiles sobre lo que acontecía en la vida pública no tenían correspondencia con una posible mejora en las condiciones de vida. Ello con una ciudadanía de baja intensidad que creció al amparo del Estado. El resultado: nadie cree las versiones oficiales o periodísticas sobre este o aquél problema.
Dos ejemplos recientes: la fuga de El Chapo Guzmán del penal de “máxima seguridad” del Altiplano. Ni siquiera los responsables de los sistemas penitenciarios creen en la versión oficial. Nada cuadra. Al parecer la única certeza es que sólo fue posible la salida de El Chapo por la puerta de la corrupción. Vamos, pero ni siquiera la primera fuga del penal de Puente Grande o su segunda aprehensión en un departamento en la costera de Mazatlán resultan creíbles para el ciudadano.
El segundo y más trágico de los ejemplos: la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, hace ya un año. La “verdad histórica”, según la versión de Jesús Murillo Karam, nunca fue creída (aunque fuera creíble). La conclusión de los expertos del Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI) choca frontalmente con la versión oficial. Gasolina pura para la desconfianza e incredulidad ciudadana. Veamos sino 4 encabezados de artículos del periódico El Universal de este martes 8 de septiembre. “Murió su ‘verdad histórica’” de Carlos Loret de Mola; “Ayotzinapa, incompetencia y manipulación”, de Denise Maerker; “Informe ‘engañabobos’ de ‘expertos’ en mentir”, de Ricardo Alemán y “La mentira histórica del gobierno”, de Miguel Badillo.
La pregunta es ¿cómo reconstruir la credibilidad social? Es tal la gravedad que no existen caminos fáciles. El primer paso, sin duda, debería ser que la corrupción tuviera consecuencias: que terminara la impunidad. Contar con un verdadero sistema anticorrupción y que no arranca. Pero quizás lo más importante: la transformación institucional postergada, que culmine en un nuevo régimen político. Sin esto último lo demás sólo será prescribir aspirinas para tratar de curar un cáncer en etapa avanzada.