Transiciones: El olor del balón

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Opinión de Victor alejandro Espinoza Valle Investigador de El Colegio de la Frontera Norte

jueves 13 de abril de 2017

Los “Vikingos del Callejón Madero”, tuvimos la fortuna de crecer en una pequeña ciudad que carecía de calles pavimentadas y que por lo mismo, todas sus avenidas eran aptas para los deportes; eso combinado con la práctica ausencia de automóviles nos dio posibilidades para gozar de míticos encuentros de futbol.

El futbol o balompié, es quizás el deporte más popular y el que permite que 22 jugadores se enfrenten con el único afán de soñar en hacer la mejor jugada. Lo único que se requiere es un balón que se convierte en el verdadero protagonista de las batallas. Rueda el balón y comienza un nuevo ciclo en la vida de un niño. No hay mayor adrenalina que anidar el balón en la red. Para nosotros, eso de red era una quimera. Nuestras porterías generalmente eran unas piedras encimadas o las mochilas o la ropa de la que los artilleros nos despojábamos previamente. Había porteros tramposos que en un descuido reducían los pasos entre las mojoneras para evitar recibir goles.

Con el tiempo pudimos construir un campo de futbol en una zona que llamábamos “La línea”, y que era una extensión entre la Avenida México y el pequeño cerco de púas que dividía a nuestros dos países. Esa zona era de buenas proporciones, tanto que levantamos porterías de madera donde tuvimos encuentros míticos como cuando los del Callejón Reforma nos retaron y zanjamos las diferencias en nuestro pequeño estadio de futbol. Con los años, algo sucedió en la demarcación fronteriza pues los vecinos construyeron una barda metálica y la instalaron justo al terminar la Avenida México con lo que nuestro campo deportivo quedó en territorio estadunidense.

Los balones eran de cuero; tenían un olor particular. Los hacían de varios gajos y por su material eran muy pesados y duros. Más cuando se mojaban; para que nos duraran los untábamos de aceite y hasta con manteca de cerdo. Eran tratamientos muy socorridos pues los balones solo llegaban en las navidades cuando todos pedíamos de regalo balones y zapatos de futbol. Esos balones llevaban una cámara que normalmente se ponchaba con los vidrios de las casas aledañas, cuando caían sobre el cerco de púas o con alguna uña de algún jugador al que le quedaban chicos sus zapatos.

Había ocasiones en que los balones entraban a terapia intensiva y teníamos que llevarlos de urgencia a los talleres de la Avenida Juárez donde le ponían tacones o medias suelas a los zapatos o “recapiaban” los tenis Converse. Cuando la cirugía era menor, siempre había quien se ofrecía a “parchar” el balón y luego coser el gajo. En algunas ocasiones el hilo era tan notorio que al “chutar” no había forma de darle dirección. No siempre quedaban bien, y entonces les aparecían chichones hasta que no había forma de seguir jugando con ellos.

Era común que nuestro patio se poblara de cascarones, esqueletos de balones que fueron protagonistas de aquellas batallas épicas. El dueño del balón gozaba de mucho prestigio entre “Los Vikingos”. No todo teníamos acceso a uno y hubo alguien que incluso intentara imponer sus reglas. Recuerdo que alguna vez, en medio de un aguerrido encuentro que estaba a punto de definirse, el dueño del balón se enojó y se lo llevó dejándonos perplejos y muy molestos. Desde luego la ley del hielo se le aplicó escrupulosamente.

Los había de distintos tamaños, infantiles y profesionales. Muchos se perdieron cuando salían disparados hacia casas de vecinos quisquillosos. Lo mejor era que se fueran al Kinder vecino (el Estefanía Castañeda). Para burlar la vigilancia y las púas que colocaban en la parte alta del cerco, íbamos levantando poco a poco la malla hasta que cedía y así teníamos puntos por donde entrábamos y salíamos al patio del centro escolar.

El futbol nos hermanó y nos permitió una fuerte identidad grupal. Fuimos Vikingos, pero también Alacranes y Pericos. Mucho dependía de que alguien llevara una medias atractivas para cambiar el atuendo pintando las camisetas con colorante fijo Putnam, patrocinado por la tienda “La Pinto”. Crecimos solidarios y felices en el Callejón Madero de Tecate.

Victor Alejandro Espinoza Valle
Investigador de El Colegio de la Frontera Norte