El periodo que se extiende entre la fecha de la elección presidencial (1 de julio) y la toma de posesión (1 de diciembre) abarca 5 meses, “menos” diría el clásico, pero se percibe como si fuera más tiempo. No recuerdo un periodo de cambio de gobierno donde hubiera tal cantidad de propuestas por parte de las autoridades electas y tal cúmulo de críticas sobre las mismas.
Se supone que tal periodo de cinco meses sirve para llevar a cabo los trabajos de entrega-recepción de los asuntos y compromisos de la administración pública federal. Se trataría de trabajos técnicos de traspaso de funciones entre un gobierno que se despide y el recientemente electo. También es un tiempo para elaborar programas de trabajo derivados de los compromisos contraídos durante la campaña electoral. Pero en el actual proceso no parece haber tregua: una cantidad de propuestas, iniciativas de ley, obras por realizar y un largo etcétera se encuentran en el centro de la discusión nacional. Tan intenso es el ritmo de temas y asuntos que implican a las futuras autoridades que ya muchos de los críticos señalan que a partir de ciertos asuntos “el gobierno de Andrés Manuel López Obrador no cumplió”. Lo paradójico de la sentencia es que falta mes y medio para que tome posesión.
No recuerdo otra sucesión presidencial en la que el presidente saliente haya sido borrado de la escena pública. Enrique Peña Nieto se ha dedicado a inaugurar algunas obras y a ser objeto de mensajes en redes sociales con el tema de su posible divorcio. Una verdadera pena concluir así un gobierno. Desde luego que en la tradición de la cultura política nacional el poder presidencial declinaba desde que se sabía el nombre del sucesor, pero se guardaban las apariencias sobre todo porque eran del mismo partido. En esta ocasion no solo no son del mismo partido sino que el sucesor no es del PRI o del PAN. AMLO representa una opción distinta, a pesar de que sus críticos se empecinen en señalar que es solo un priista reciclado.
Una vez que concluya la transición formal del aparato gubernamental deberá seguir lo que deberá ser una profunda transformación institucional. No será posible enfrentar los dos flagelos que aquejan a nuestra sociedad (corrupció e inseguridad) sin una transformación profunda no solo de las instituciones directamente vinculadas, sino de todas las que forman el régimen politico. El gran error de los gobiernos anteriores fue creer que el problema era de las personas que asumían los cargos y no de las estructuras en las cuales se desempeñaban aquellos. Por eso PRI y PAN no pudieron enfrentar estos problemas o solo pretendieron atenuar algunos de los efectos.
El reto es mayúsculo: desmontar las estructuras en las cuales crecen la corrupción y la inseguridad y luego construir otras nuevas implica no solo voluntad sino el apoyo de la sociedad. Son muchos los intereses que habrán de tocarse. Son décadas de funcionar con atajos y obteniendo recursos al amparo del Estado: años de apropiarse de los bienes que son de todos para enriquecerse privadamente. Y la inseguridad pasa también por esas vías aceitadas por cuantiosos recursos. Ya estamos viendo resistencias. Grupos enquistados, burocracias que han medrado al amparo del poder gubernamental y que también lo ejercen.; en todos los sectores de la vida nacional: educativo, productivo, comercial, social. Todo un sistema corrupto y violento.
El reto es de gran magnitud. Las voces “críticas” que esperan que nada cambie para seguir beneficiándose desde los medios de comunicación y recibiendo sumas fabulosas para criticar a AMLO, subirán de tono, ahora esperando fracase su gobierno o para que ceda y les permita continuar percibiendo los cuantiosos recursos gubernamentales. Si en la transición de los aparatos gubernamentales existen resistencias, imaginemos cuando se combatan a las estructuras de poder político y económico. La reacción puede ser violenta. Nada fácil para el nuevo gobierno.
Dr. Víctor Alejandro Espinoza
El Colegio de la Frontera Norte