Las Cumbres de las Américas reúnen a los jefes de Estado y de gobierno de la región, supuestamente para discutir aspectos políticos compartidos y comprometer acciones concertadas. Iniciando con la Cumbre de Miami de 1994, a la fecha han ocurrido diez encuentros de este tipo, dos de carácter extraordinario. En conformidad con la tercera de esas cumbres (Québec 2001), tales eventos implican un ánimo de integración para “mejorar el bienestar económico y la seguridad de nuestros pueblos”, aunque no puede obviarse que las declaraciones inician regularmente con un “Nosotros, los [representantes políticos] elegidos democráticamente…” y que existe un censor que resuelve en qué países las elecciones son democráticas y en cuáles no.
La relación entre miembros del continente no inició en Miami: ha corrido mucha agua bajo el puente; pero la influencia de Estados Unidos ha marcado el rumbo. Quizás la necesidad más apremiante para el poderoso vecino de mantener el control ocurrió en la segunda postguerra, debido a la “amenaza comunista”, que le obligó a voltear al sur para evitar revueltas. La Alianza para el Progreso, impulsada por el malogrado presidente John F. Kennedy, fue la alternativa para la unión. En 1961, Kennedy definió la Alianza como un esfuerzo “sin paralelo en magnitud y nobleza de propósito, para satisfacer las necesidades [de] techo, trabajo, tierra, salud y escuela”. Destacó un programa de 10 años de “progreso democrático”, donde obviamente no faltó la promesa de un fondo de cientos de millones de dólares para “ayudar” a la región. Pero la propuesta venía cargada de restricciones hacia países específicos (Cuba principalmente); se argumentó que tendría éxito solamente donde hubiera libertad política y que debía trabajarse para eliminar la tiranía. En 1962, luego de la reunión de Punta del Este, Uruguay, Kennedy precisó: “el comunismo ha sido aislado [y el hemisferio] puede moverse hacia el progreso”. Con su muerte, un año después, la iniciativa tendría que esperar.
La Cumbre de Miami gestó otro lance, el área de Libre Comercio de las Américas pero con objetivos más acotados y con la misma directriz: negociar “sólo entre las democracias”… con la guía de Washington. Cuba siguió marginada.
Argumentando que la mejor política exterior es la interior, el presidente Andrés Manuel López Obrador impulsa una estrategia de desarrollo endógeno que fortifica al país. A la vez, para el hemisferio pregona el acercamiento y la conformación de un bloque respetable, a semejanza de la Unión Europea; una empresa francamente difícil, sin que ello signifique que no pueda generarse, al menos como una mejor convivencia regional. Mandatarios de Estados hermanos se van sumando y la propuesta pasa a los hechos.
Del 6 al 10 de junio se realizará la novena cumbre en los Ángeles, California. El presidente López Obrador planteó que, si la invitación es restringida, no asistirá; pues si se trata de un encuentro de las Américas y no de los amigos del anfitrión, todos deben ser invitados. Grupos de interés se irritan ante tanta “irreverencia”. El congresista cubano Carlos Giménez (Republicano) afirmó que México no es confiable; que pasó de ser socio a “enemigo” de Estados Unidos; aunque su opinión se explica porque habla por quienes han mantenido a su país de origen en aislamiento inhumano. Vale aclararle que ni el gobierno ni el pueblo de México son enemigos de una nación con la que comparten más de 3.200 km de frontera y una larga historia; y que la sumisión ya no es opción.
La integración parece irreversible. El gobierno del presidente Joe Biden sabe que lo conveniente es sumarse; máxime, frente al fortalecimiento de otros bloques regionales. Al tiempo.
Dr. Ricardo V. Santes Alvarez
El Colegio de la Frontera Norte