Si algo prueba el triunfo de la Selección Mexicana de Futbol sobre la Selección de Alemania, es que los mexicanos estamos ávidos de celebraciones. Y claro que no fue poca cosa ganarle a los actuales campeones mundiales. Igual celebraremos si se le gana a Corea del Sur o a Suecia. Lo importante es el festejo. Acostumbrados a perder en todos los órdenes de la vida, la avidez por figurar en algo no conoce límites.
En el más masivo de los deportes, un Mundial es el escaparate perfecto para echar desmadre. Millones observan los juegos a través de la televisión; pero hoy a ello se agregan las redes sociales que dan cuenta de los entretelones del juego, así como de los festejos: ya sea en la Plaza Roja de Moscú, en la glorieta del Ángel de la Independencia o en la del Cuauhtémoc en Tijuana. Ya hay puntos de referencia para la concentración cuando se gana en un Mundial.
Pero en eso de los festejos y el relajo también hay niveles, o más bien clases sociales. Salvo los más osados capaces de vender su alma al diablo para llegar a las sedes mundialistas, pocos tienen los recursos económicos para hacer la travesía: normalmente “Mirreyes” cuyos padres han amasado fortunas y mandan a sus criaturas a embriagarse y a representar al país. Mirreyes fueron los que apagaron la Llama Eterna en el Arco del Triunfo en París en el mundial de Francia de 1998; detuvieron el Tren Bala en Japón en 2002, funcionarios panistas que agredieron a mujeres en el Mundial de Brasil en 2014 o el joven que en la borrachera se aventó al mar desde el último piso (15) del crucero MSC Divina. Hoy, el hijo del expresidente Felipe Calderón altera la bandera nacional en los festejos del triunfo sobre Alemania, mientras que seguidores de Ricardo Anaya agreden a un aficionado que osó llevar una figura de Andrés Manuel López Obrador. Otro tipo quema una bandera de Alemania en Tijuana y otro más se masturba con la bandera germana.
No estoy en contra de los festejos, ni siquiera contra echar desmadre. Otra cosa es bandalizar y ofender. Y sobre todo perder la proporción de lo que se ganó: un juego de fútbol, ni siquiera la Copa del Mundo, o que hayamos superado a Alemania en otros rubros: como educación, nivel de vida, respeto al medio ambiente, etc.
Me llama mucho la atención cómo la mayoría de los políticos tratan de capitalizar el triunfo para su causa. Observamos las imágenes y declaraciones de los candidatos que se encuentran en segundo y tercer lugar: José Antonio Meade y Ricardo Anaya: todos ataviados con el uniforme de la selección y señalando que así como nadie creía en el triunfo de “México”, ellos derrotarán a las encuestas y contra todo pronóstico se alzarán con el triunfo el 1 de Julio. Andrés Manuel López Obrador fue más cauto y solo hizo declaraciones al concluir mítines de campaña y no hizo un alto para vestirse la playera de la selección y publicitar su afición. Desde luego no es la primera ocasión en que se tratan de subir al carro de los triunfos deportivos, en otras ocasiones los presidentes los han publicitado como si fuera una hazaña del país o de su gobierno, cuando sabemos que los deportistas obtienen triunfos esporádicos por méritos propios porque las políticas deportivas brillan por su ausencia.
Algunos periodistas también haciendo gala de ignorancia o malabarismos ideológicos argumentan que la victoria de la Selección Mexicana obedece a la “actitud y a la capacidad”, la misma que se requiere para que como país logremos “competir a nivel mundial”: “Es la visión del México abierto que a muchos nos gusta y queremos que continúe. De un país competitivo que sí puede ganar porque se atreve a jugar en la globalización” (Leo Zuckermann, “Un México de clase mundial”, Frontera, 18/06/2018, p. 23). Así nos fue en 1994 cuando entramos al Tratado de Libre Comercio y en lugar de pelear fondos compensatorios, Carlos Salinas de Gortari respondió envalentonado que lo que requeríamos era competir. Como si todo fuera cuestión de voluntad y no de generar condiciones para competir en condiciones de igualdad. “Echarle ganas” es la frasesita de los mirreyes que pueden ver el juego desde el estadio, mientras que la inmensa mayoría, si bien le va, lo ve desde su casa. Hay niveles, claro.
Dr. Víctor Alejandro Espinoza