Desde hace varios años, a lo largo y ancho del continente, estamos presenciando una serie de manifestaciones contra las violencias patriarcales en general y contra el feminicidio en particular. Entre ellas, las alertas feministas, surgidas en 2014, atraparon mi atención desde que supe de su existencia hace algunos años; se trata de movilizaciones convocadas por la Coordinadora de Feminismos del Uruguay cada que se comete un feminicidio en aquel país.
La dinámica es la siguiente: se marcha por alguna calle principal de la ciudad de Montevideo, y al finalizar se lee un comunicado correspondiente al caso que motivó dicha alerta, destacando algunos datos biográficos de la mujer que fue asesinada así como las condiciones en que ocurrió su feminicidio, luego se lleva a cabo una especie de pase de lista donde se nombra a cada una de las mujeres cuya vida se arrebató ese año.
Quizá el motivo por el que este tipo de protesta me conmovió tanto tuvo que ver con que inmediatamente me pregunté cuántas alertas feministas tendríamos que hacer en México si siguiéramos la dinámica de las uruguayas; apresuradamente concluí que nos quedaríamos a vivir en la calle, pues en nuestro país al menos cada 2 horas una mujer es asesinada. Luego entendí que las cifras son completamente incomparables: de 2018 a 2021 las mujeres asesinadas por razones de género en Uruguay han sido 35, 25, 19 y 25 respectivamente, mientras que aquí son 12 cada día. La cultura feminicida me explotó en la cara. Por supuesto que cada una de esas vidas importan, de ningún modo minimizo los casos y también tengo en cuenta todas las diferencias en cuando a estadísticas poblacionales de ambos países, entre otros datos.
Sin embargo, el ejercicio me parece útil para indagar en la lógica por la que tan solo unos pocos casos interpelan a nuestra sociedad, pues a pesar del incremento de feminicidios, apenas unos cuantos llegan, ya no digamos a instancias de procuración de justicia, sino a los medios de comunicación y generan un interés sostenido más allá de la nota roja. Así, en los últimos años apenas una decena de víctimas se mantienen en nuestra memoria y generalmente debido a las atrocidades que experimentaron en sus últimos momentos de vida, generando un patrón sostenido que instrumentaliza la violencia letal para aleccionar a todas las mujeres.
De este modo, no es de extrañar que la mediatización de los casos sea filtrada por la mirada patriarcal que rápidamente destaca aspectos percibidos como condenables dentro de una sociedad machista que responsabiliza a las mujeres hasta de su propia muerte.
Si bien las narrativas varían de acuerdo con la especificidad de los casos, existen elementos que se explotan de manera recurrente para consolidar ciertos prejuicios que son utilizados para justificar las violencias que las mujeres experimentamos cotidianamente y, en última instancia, para excusar el feminicidio. Me centraré solamente en 3 de ellos.
El primer elemento tiene que ver con el espacio/tiempo en que ocurren los crímenes, de modo que aquellos que acontecen en espacios socialmente transgresores, por ejemplo, la calle, un bar o un hotel/motel, y de noche o madrugada serán mediáticamente más rentables que aquellos que tienen lugar en la casa o el trabajo y en otras horas del día. Este elemento se sostiene en lo que podríamos llamar una división sexual del espacio, la cual dicta qué horas y lugares son adecuados para las mujeres y cuáles representan un peligro para ellas, misma que es perniciosa por al menos dos razones, a saber, que se traduce en una autorrestricción para las mujeres, en un toque de queda autoimpuesto como señala Esther Madriz, pero además, y esto es quizá más grave, en desdibujar el hecho de que muchos de los feminicidios ocurren en sitios que las víctimas consideraban seguros y a plena luz del día.
El segundo elemento tiene que ver con actividades socialmente estigmatizadas, el objetivo aquí es destacar las acciones que supuestamente ponen en peligro o aumentan el riesgo de que una mujer sea asesinada, por ejemplo, el consumo de alcohol y/o algún tipo de droga, aspectos relacionados con el estilo de vida como el gusto por salir de fiesta y la frecuencia con que se hace, el uso de aplicaciones para conocer personas o concretar encuentros sexuales, etc. Lo que observamos en este caso es que este elemento está orientado a clasificar a las mujeres de acuerdo a categorías morales de bondad o maldad, que además de crear grupos antagónicos entre víctimas, sirven para decretar que tan merecido o inmerecido fue el crimen y si merece o no tener acceso a la justicia, lo que pone a familiares y amistades en la tarea de demostrar la inocencia de la mujer que ha sido asesinada.
El tercer y último elemento tiene que ver con enfatizar las relaciones que desvían la atención del responsable del crimen, particularmente si estas se entablan con mujeres, por ejemplo, si la víctima es menor de edad se cuestionará primero a la madre que al feminicida. Este elemento encuentra arraigo en la misoginia cultural que sostiene la idea de que la peor enemiga de una mujer es otra mujer, cuyo propósito es mantener intacta la mediación patriarcal entre congéneres, es decir el bloqueo estratégico de las relaciones sanas entre ellas, y con esto garantizar la permanencia y buena salud del patriarcado. Además, al centrarse en este aspecto, desdibuja el verdadero quebrando del vínculo de confianza por el que ocurren muchos de estos crímenes, pues no en pocas ocasiones el perpetrador guarda cercanía sexoafectiva, familiar o laboral con quien termina siendo su víctima.
La conjugación de estos tres elementos ha construido la base común sobre la que se han mediatizado los asesinatos de mujeres más emblemáticos de los últimos años, incorporando así los feminicidios al torrente informativo de los distintos medios de comunicación que han encontrado en su presentación como espectáculo un rentable negocio.
De este modo, la visibilidad que el tema ha ganado en los últimos años en el periodismo mainstream no representa una oportunidad para generar una mayor consciencia social sobre el problema, sino que se ha convertido en un pretexto más para seguir ejerciendo violencia contra las mujeres aún después de que estas han sido privadas de la vida. Un problema adicional tiene que ver con la forma en que estas narrativas, casi sin excepción recuperadas de los medios, toman fuerza en las redes sociales viralizando formas de revictimización a cambio de likes, retuits, etc.
Ante este panorama, las preguntas fundamentales se tornan obvias: ¿cómo hablar de los feminicidios sin convertirlos en espectáculo, sin darles la connotación del thriller de moda? ¿cómo activar una memoria que dignifique a las víctimas, por el simple hecho de haber sido asesinadas en una sociedad patriarcal, sin la necesidad de construir un recuerdo de mujeres ejemplares? Nuevamente los activismos feministas nos dan luz al respecto, basta recordar la intervención a las vallas instaladas alrededor del Palacio Nacional realizada en 2021 por diferentes colectivas para escribir los nombres de las mujeres asesinadas… aunque obviamente, sin la voluntad social y política para erradicar estos crímenes pronto también nos faltarán bardas para nombrar y recordar a las víctimas.
Mtra. Marisol Anzo-Escobar
Estudiante del Doctorado en Estudios Culturales de El Colegio de la Frontera Norte