Política electoral, ¿problema de seguridad?

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Opinión de Tonatiuh Guillén López Presidente de El Colegio de la Frontera Norte

jueves 4 de diciembre de 2014

La respuesta a la pregunta anterior es afirmativa, considerando los horrendos sucesos de Iguala y la participación en éstos de autoridades municipales y eventualmente estatales. Evidentemente, se trata de autoridades electas en procesos regulados por la institución correspondiente y que, en su momento, fueron candidaturas postuladas por partidos políticos.

El crimen contra los estudiantes de Ayotzinapa por lo menos hace evidente las insuficiencias en la vigencia del estado de derecho, la persistente desigualdad social y la deteriorada representación política de los ciudadanos. Hago énfasis en este último aspecto, del cual los partidos políticos son directamente responsables y que ante distorsiones graves como las que hoy lamentamos simplemente disimulan o justifican que no son ministerio público y que se trata de responsabilidades individuales, no de las organizaciones. Este argumento es falso.

A pesar de los innegables avances de nuestra democracia, fruto de grandes esfuerzos, lo demostrado es que aún existen huecos que hacen viable que auténticos criminales aparezcan como candidatos, ante una ciudadanía que fue ajena a su nominación. El día de las elecciones simplemente se nos invita a escoger entre opciones prefiguradas, cuyo origen y fondo puede estar encerrado entre una red minúscula de intereses.

Es verdad que no puede generalizarse, pues asumimos que existe una mayoría de personas en los partidos que pugnan por transformar positivamente al país mediante la política. Pero es cierto también el otro extremo: el que hace factible la presencia en nuestros gobiernos del crimen organizado y que, además, entre lo menos grave e igualmente inaceptable, concibe a la corrupción como práctica inherente al poder político.

Este polo negativo es difícil de medir y complicado de identificar, pero evidentemente tiene presencia cotidiana en la vida pública y en nuestras instituciones, en los tres niveles. Forma parte central del desafío de la impunidad y de la debilidad del Estado para contenerla. Este grupo, que arroja el país al deterioro, circula en el entramado del poder y sus personajes pueden figurar como candidatos de algún partido en las elecciones; o peor aún, pueden ser autoridades con capacidad para nombrar a sus similares y ejercer presupuestos y programas gubernamentales.

Si lo anterior es verdad, lo grave no es solamente encontrar a la pareja de los Abarca como candidatos y después como autoridades; lo inaceptable es que tengamos partidos incapaces de bloquear a estos personajes. La presencia de los Abarca en el gobierno de Iguala fue directa responsabilidad de los partidos políticos: de aquél que los postuló y, en parte, de aquellos que compitieron contra éste, pues tampoco denunciaron a personajes tan cuestionables.

Lo paradójico es que en estas situaciones los partidos invoquen al estado de derecho y a la legalidad como excusa para no impugnar a un candidato. ¿Cómo excluir a alguien que a pesar de su mala fama, de rumores en su contra y de sus conexiones familiares con redes del crimen, no ha sido objeto de sanción judicial? ¿Cómo excluir a quien ha sido acusado de todo, pero que no se le ha probado algo en tribunales? Menos aún, por supuesto, si estas cuestionables candidaturas tienen recursos financieros, masas de votos o grupos de poder al lado. Sólo hay que revisar la experiencia de las últimas elecciones, locales o federales, y podrá formarse una lista de personajes ubicados en esa línea endeble entre lo correcto y lo indebido… incluso tal vez ganaron alguna elección.

La legalidad y el debido proceso -muy valiosos e irrenunciables principios, pero distorsionados deliberadamente- son convertidos así en falsa pantalla que torna invisible lo inaceptable. Lamentablemente este escenario es frecuente. Los partidos, todos, en uno u otro momento han incorporado a sus filas a personajes negativos para los intereses de la sociedad. Ya nos enteramos posteriormente con los frecuentes casos de corrupción, con los desfalcos en los recursos públicos o con crímenes como los de Guerrero y de otras partes del país.

Los partidos, en suma, tienen un crítico y grave hueco en sus mecanismos para definir la representación política: es decir, sus rutinas para determinar cada candidatura, cada liderazgo. Este es el fondo que cotidianamente daña a nuestra democracia, deteriora a nuestros gobiernos y que puede llegar a lastimar profundamente a la sociedad. Tanto más elevado el riesgo, como cerrados, no trasparentes y atrapados por grupos menores, sea su vida interna.

Dichas inercias de los partidos, que en efecto son muy, muy internas, deben terminar por el bien del país. Debieran transitar hacia procesos tan abiertos como una elección constitucional, con dinámicas amplias y diversas de participación; tan revisables, como la información pública gubernamental, con mecanismos incluso más ágiles; tan sometidos a la moral y a la ética pública, de modo tal que lo cuestionable no se esconda con el argumento de que no se ha probado en instancia judicial.

Antes de Iguala, ya teníamos un problema de calidad en la representación política; ahora, es manifiesto que tenemos un problema adicional de seguridad y de legalidad debido a esos huecos en la política interna de los partidos. Ya era grave tener malos candidatos; hoy puede ser peor. Si debemos revisar la fuente de tragedias como la de Iguala, para que no se repitan, no basta controlar a las policías municipales. Debe reformarse también la manera como los partidos definen a los jefes, a sus autoridades, en los municipios y en los otros niveles y poderes del Estado.

-Dr. Tonatiuh Guillén López, Presidente de El Colegio de la Frontera Norte.