A propósito de las inminentes celebraciones anuales por el día de la maestra y el maestro, bien cabría preguntarnos en 2025: ¿Para qué servimos las y los docentes y profesores (también, desde luego, las y los análogos docentes e investigadores de las universidades públicas y los Centros Públicos de Investigación) en la era de Internet, Google, redes socio-digitales y Chat GPT? Algo parecido se le preguntó alguna vez a un profesor, según narraba el célebre semiólogo, profesor, filósofo y novelista italiano Umberto Eco (Alessandria, 1932-Milán, 2016): “…he leído un episodio que, dentro de la esfera de la violencia, no definiría precisamente al máximo de la impertinencia… pero que se trata, sin embargo, de una impertinencia significativa. Relataba que un estudiante, para provocar a un profesor, le había dicho: Disculpe, pero en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?” (Eco, 2007).
Así, comentaba Eco al respecto, que almacenar información teniendo buena memoria, es algo de lo que todo el mundo es (más o menos) capaz. Otra cosa será decidir qué vale la pena recordar y qué no, a la que Eco calificó de “arte sutil”, añadiendo que esa puede ser una de las diferencias sustanciales entre quienes han tenido la posibilidad de estudiar regularmente, aunque sea malos, y los llamados autodidactas, “aunque fuesen geniales”, añadía Eco.
Y si bien es cierto que la información que la Internet pone a disposición de cualquiera es inmensamente más amplia y profunda que aquella de la que dispone cualquier profesor o profesora, esta realidad innegable omite algo muy relevante: “la Internet podría decirte casi todo, salvo cómo buscar, filtrar, seleccionar, aceptar o rechazar toda esa información disponible en línea”. Eco llega así a la relevante conclusión de que un profesor o profesora no está para contar o repetir lo que ya se puede encontrar en línea, sino para algo mucho más importante. Y explica algo que por sabido no deja de ser crucial: si bien la información está hoy en todas partes gracias a la radio, la televisión, (el cine) y especialmente a la Internet (con sus “benditas redes sociales”), lo que falta (escasea y brilla por su ausencia), es la capacidad de saber (como interpretar y) qué hacer con la información. Porque el o la docente, el profesor o profesora, o bien el investigador con funciones docentes no solo comparte y enseñan fechas, nombres, formas, métodos y datos, sino que colabora de modo relevante en la fundamental tarea de formar personas capaces de pensar autónomamente, de hacerse preguntas y de encontrar el sentido a la vida en medio de esas ingentes avalanchas de información y contenidos virtuales con las que somos bombardeados cotidianamente. Eco ponía un ejemplo: los medios masivos de información podían informar profusamente que había una invasión en curso y una guerra en Irak, pero nada decían y menos explicaban del por qué pasaba eso allí y no en otro lugar del mundo. Y quien ayer dijo Irak, como Eco (recordemos que por entonces, en los dos mil, Irak fue invadido y ocupado ilegalmente sin ningún sustento en el derecho internacional por una coalición de potencias occidentales con intereses comunes en el mercado del petróleo, quienes afirmaban categóricamente y sin ninguna prueba, la existencia de unas armas de destrucción masiva en manos de un sanguinario dictador, que luego nunca aparecieron), hoy podría decir Sudán, Siria, Ucrania, Cachemira o Palestina. Pero también, más cerca de nosotros, Altos de Chiapas, Montaña de Guerrero o Sinaloa, solo por citar tres casos críticos de nuestro entorno.
Y es así que la explicación, las razones, puntos de vista y el contexto, es justamente lo que pueden ofrecer docentes y profesor-a en el aula física o virtual (lo que expande enormemente las posibilidades) sobre las cosas del mundo, abriendo espacios valiosos para la socialización, el diálogo, el debate, el intercambio y discusión de ideas tan necesarios en democracias siempre inacabadas y en tan lenta construcción (la mexicana por ejemplo). También para conectar los temas de la naturaleza, la ciencia y la humanidad, con lo cual aprendemos o hacemos nuestro el conocimiento producido en otras latitudes y ambientes.
Además, Eco señalaba atinadamente que uno de los grandes desafíos de nuestra época consiste en saber que la internet está llena de información sin filtros. Lo verdadero y lo falso, lo útil y lo inútil, lo confiable y lo engañoso, la infodemia y las fake news; y queel problema reside en que (por lo general) no sabemos distinguir lo falso de lo cierto. Ahí entran en juego nuevamente y de manera crucial las y los docentes y profesores y profesoras, pues son ellas y ellos quienes acompañan, guían y enseñan a comparar, a elegir, a preguntarse si algo tiene sentido o no y por qué.
De manera que no se trata solo de enseñar hechos, fechas, fórmulas o métodos, sino de formar en las personas pensamiento crítico, y así, criterio. De ayudar a que cada persona (y todas o la mayoría después en comunidad) aprenda a pensar por sí misma, a investigar, a contrastar fuentes y datos. A no dar por ciertas versiones y visiones falsas. Nada más, pero nada menos, en un mundo donde casi todo es inmediato y parece estar a dos clic de distancia, pero en el que la figura del docente no ha perdido su lugar, pues al contrario, diríamos que tiene una misión vital, casi más relevante, si cabe, que en el pasado, puesto que así como en el pasado tuvimos ignorancia y analfabetismo convencionales, hoy los tenemos en su versión digital o virtual.
Eco lo dijo con claridad: necesitamos más que nunca de quienes nos guíen en medio de tanta información. Porque tener acceso a todo no significa entenderlo, y porque educar va mucho más allá de informar y significa formar. Por eso es pertinente reflexionar sobre el tipo de práctica docente, científica e investigadora que hacemos en cualquier nivel educativo y formativo. Y cabe en este punto recordar al filósofo aquel “Contra las Grandes Palabras”: “Todo intelectual tiene una responsabilidad muy especial. Tiene el privilegio y la oportunidad de estudiar. A cambio, él le debe a la sociedad el compromiso de representar los productos de su estudio en el modo más simple, claro y modesto que pueda. Lo peor que pueden hacer los intelectuales -el pecado capital- es intentar erigirse en grandes profetas por encima de los demás seres humanos e intentar impresionarlos con filosofías enredadas. Quien no puede hablar con sencillez y claridad debería quedarse callado hasta que pueda hacerlo” (Popper, 1984).
Enrique Pasillas Pineda
El Colegio de la Frontera Norte, Estancia Postdoctoral.
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