Recientemente durante un seminario que tuvo lugar en la ciudad de Puebla, uno de los ponentes concluyó: “el mexicano es un sistema político hecho para no cambiar”. Si ello es así, se trata de una clave fundamental para comprender cómo ha sido la historia política de México y sobre todo por qué ha seguido ese camino.
La historia de este país es una historia de revoluciones y reformas que han transformado muy lentamente la estructura social, económica y política. Hay un texto clásico del historiador John Womack Jr., titulado “Zapata y la revolución mexicana” en cuya primera página se lee: “Este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución. Nunca imaginaron un destino tan singular”. Se trata de uno de los juicios más certeros sobre nuestra paradoja histórica y que explica el derrotero de la revolución mexicana y del destino del país y de sus protagonistas.
Al parecer hacemos todo lo posible por no cambiar, somos un pueblo conservador que sólo aceptamos los cambios lentos y graduales. A propósito de nuestra entrada a la democracia, otro autor, Jesús Silva- Herzog Márquez, escribió: “No es fácil narrar el cuento de la transición mexicana. A diferencia de otros procesos de construcción democrática, en México se ha vivido la lenta sedimentación del pluralismo. No encontramos muertes emblemáticas, elecciones fundadoras, congresos constituyentes, grandiosas movilizaciones, ceremonias de alternancia que ayuden a hilvanar las huellas de la biografía. La transición mexicana es un goteo acumulado”.
El sistema político mexicano, presidencialista, se erigió al término de la revolución y se basó en el control de los caciques y caudillos y en la integración y exclusión de las masas de las decisiones, ello a través del PNR fundado por Plutarco Elías Calles en 1929. La investigadora Soledad Loaeza afirma que entre el Partido Nacional Revolucionario (1929) y el Partido Revolucionario Institucional (1946), pasando por el Partido de la Revolución Mexicana (1938), no hay una línea de continuidad; que prácticamente son partidos diferentes. No comparto esta idea. El partido se fue adaptando a las circunstancias y retos de la sociedad que emergió de la revolución, con pleno control de la vida política y teniendo a su favor un desarrollo económico sostenido. Pero también, propició las transformaciones de las élites políticas. Entre 1929 a 1946, se pasó de gobiernos militares a civiles (el último presidente militar fue Manuel Ávila Camacho, 1940-1946). En 1946 inició un periodo civilista (con Miguel Alemán Valdés) que se extiende a nuestros días.
Pese al civilismo, el sistema político es profundamente autoritario y paternalista. Durante décadas, un sistema de partido hegemónico, corporativo, impidió la participación individual y la sujetó a las organizaciones: la única posibilidad de hacer política fue a través de aquéllas. Eso prohijó una sociedad civil y una ciudadanía prácticamente inexistente. No había necesidad de participar ni de tomar decisiones, alguien lo hacía por nosotros.
Los mexicanos no estamos acostumbrados a participar, menos para lograr cambios; quienes lo hacen se salen del guión y son estigmatizados. Esta característica de pasividad ciudadana apenas empieza a transformarse. La democracia exige la participación informada, como bien lo planteó el politólogo Robert Dahl. Nos debemos atrever a cambiar pese a que todo conspira contra ello. Es más fácil no hacer nada o hacerlo tímidamente: conservar privilegios es lo más seguro. Pero estamos atrapados en un círculo vicioso: el sistema político presidencialista se basa en la pasividad ciudadana, pero para cambiarlo se requiere la participación. Ese es un reto importante para los tiempos por venir: el autoritarismo que caracteriza a la cultura política mexicana tiene su matriz en el sistema presidencialista; debemos transitar hacia un régimen diferente que permita el equilibrio de poderes, una representación política que propicie la responsabilidad frente a los gobernados, la rendición de cuentas, la transparencia y la calidad de la democracia. No es problema de un gobierno, sino de un diseño institucional democrático.