En las últimas dos décadas China ha consolidado su presencia económica en América Latina, pasando de un rol marginal a convertirse en un actor importante. México, por su integración histórica con Estados Unidos, ha enfrentado esta expansión con cautela. Sin embargo, el vínculo comercial bilateral con China sigue una lógica de subordinación estructural. Más allá del discurso de cooperación Sur-Sur, predomina un patrón comercial asimétrico que relega a México a una posición periférica en el nuevo orden económico global.
Desde la adhesión de China a la OMC (Organización Mundial del Comercio) en 2001, el déficit comercial de México con respecto a China ha crecido de forma sostenida. Las exportaciones mexicanas se concentran en bienes primarios o de bajo valor agregado, mientras que las importaciones chinas incluyen manufacturas complejas y tecnología avanzada. Esto refleja una inserción subordinada en la división internacional del trabajo, con una creciente dependencia del país asiático.
El índice de Grubel-Lloyd confirma que el comercio entre ambos países es predominantemente interindustrial, sin integración productiva ni complementariedad tecnológica. El vínculo con China no fortalece las capacidades productivas nacionales ni promueve una mayor autonomía económica, a diferencia del potencial que ofrece el T-MEC.
A diferencia de otros países sudamericanos que han recibido inversión china en infraestructura o energía, México ha experimentado una relación desequilibrada que ha acelerado su proceso de desindustrialización. China se ha convertido en un proveedor clave de maquinaria y tecnología, ampliando la brecha tecnológica y reforzando la dependencia estructural.
Frente a este panorama, la ausencia de una política industrial activa ha debilitado la capacidad de respuesta del Estado mexicano ante los cambios del mercado mundial. La liberalización comercial indiscriminada y la fragmentación de las cadenas productivas internas han dejado al país en una situación vulnerable. El ascenso de China exige una revisión profunda de nuestro modelo de inserción internacional.
Es urgente un Plan México mejorado, que articule una política industrial activa con una reforma fiscal progresiva. Se requiere un gasto público productivo enfocado en la reactivación económica, la innovación tecnológica, la generación de empleo de calidad y, sobre todo, el fomento de la inversión pública y privada como motor del desarrollo económico. Esta sinergia entre política fiscal e industrial debe ser el eje de un nuevo modelo de desarrollo económico.
La acelerada transición tecnológica global —marcada por cadenas de valor digitales, relocalización de industrias y competencia geoeconómica— no puede enfrentarse desde la inercia neoliberal con políticas fiscales de austeridad. Se necesita una estrategia nacional que promueva sectores industriales estratégicos, fomente encadenamientos productivos y recupere la capacidad manufacturera del país.
México requiere, con urgencia, un cambio estructural que establezca un nuevo patrón de industrialización y de especialización del comercio exterior. Solo así podrá superar su vulnerabilidad externa y avanzar hacia un crecimiento sostenido. Esta estrategia debe permitir la incorporación de nuevas tecnologías a la planta productiva nacional, racionalizar la organización industrial y recuperar la capacidad de planificación económica.
La reactivación de la banca de desarrollo, la regulación estratégica de las inversiones extranjeras y la negociación de acuerdos con criterios de reciprocidad —incluyendo transferencia tecnológica— deben integrarse a este nuevo marco institucional.
No se trata de cerrarse al mundo, sino de insertarse con inteligencia, soberanía y visión de largo plazo. Evitar una nueva dependencia —esta vez con China como eje— exige voluntad política, planificación estratégica y una apuesta decidida por el desarrollo nacional.
Cuauhtémoc Calderón Villareal
El Colegio de la Frontera Norte, Departamento de Estudios Económicos.
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