Buena parte de las medidas tomadas para evitar la propagación del coronavirus se basan en estrategias espaciales; es decir, en usar el espacio de determinada forma que impida al virus pasar de una persona a otra y, a su vez, de un lugar a otro. Esta estrategia se aplica en las restricciones de movilidad y de viajes (ya sea dentro de la misma localidad o entre países), las recomendaciones y órdenes de quedarse en casa, el cierre de fronteras terrestres y áreas, y el cierre de parques, escuelas, centros deportivos y otros equipamientos públicos. Todas estas medidas consisten en un espaciamiento, en mantener una distancia mínima entre persona y persona, voluntario u obligatorio.
Esto es lo que se ha denominado como “distanciamiento social”. Sin embargo, como se criticó desde el principio de la pandemia, este término no corresponde en realidad con lo que se quiere significar, siendo más ajustado el de “distanciamiento físico”. Precisamente, las distintas medidas se basan en una separación de las personas en la dimensión espacial, en tanto que cuerpos (objetos materiales, físicos), no en tanto que seres sociales. En cambio el mal llamado “distanciamiento social” no busca suspender las relaciones sociales ni aislar socialmente a las personas. Al contrario, a causa de la aplicación del distanciamiento físico parece haber aumentado la proximidad social, aunque por otros medios, como el celular y las videollamadas.
El debate por establecer cuál es el término más apropiado nos muestra en el fondo una disputa entre concepciones del espaciamiento. Para reflejarlo nos servirán tres conceptualizaciones distintas del espacio: el absoluto, el relativo y el relacional.
Las medidas de distanciamiento, tal y como han sido formuladas por los gobiernos y autoridades sanitarias nacionales e internacionales, parten de una premisa absoluta del espacio; esto es, que el espacio es infinito, homogéneo e isométrico. Aplicado a la “sana distancia” establecida en México, ello supone que es posible mantener una persona a 1.5 m con respecto a otra en cualquier dirección, y aquella segunda con otra tercera y así sucesivamente hasta el infinito.
Sin embargo, como todos habrán comprobado, en la práctica eso es imposible, porque el espacio no es infinito ni homogéneo ni isométrico, sino que está constituido por muchos objetos, algunos móviles y otros inmóviles, de distintos tamaños y situados a diferentes distancias. Cualquier ciudad lo ejemplifica: hay edificios, banquetas, calles, postes, baldíos, y personas y autos en movimiento. En este caso el distanciamiento se enfrenta al espacio relativo.
Retomemos la “sana distancia”, donde mantenerla resulta cada vez más complicado cuantas más personas tengan que separarse una de otra, y cuanto menos espacio no ocupado haya. Todos hemos visto lo que ocurre en muchos establecimientos comerciales, como oficinas bancarias y pizzerías: frente a la entrada se forman filas siguiendo el trazado de la banqueta, intentando evitar la calzada, pero no siempre es posible porque la banqueta es estrecha y en otras simplemente es inexistente. Y cuando el espacio se satura, ya no es posible formar filas y las personas acaban amontonándose; es decir, por incumplir el distanciamiento.
El efecto del espacio relativo también lo vemos en otras medidas, como el confinamiento en el hogar. Para empezar, desgraciadamente, no todas las personas tienen casa donde quedarse, sino que viven en la calle. Y entre quienes tienen una (y algunos hasta dos y tres), resulta que no todas las casas son iguales, como tampoco no lo son todas las unidades de convivencia. No es el mismo confinamiento el de una pareja con dos hijos y perro en una casa de 300m2, con jardín, alberca y gimnasio, que el de una familia en una casa de 40m2 sin apenas ventanas en un fraccionamiento donde todas las casas son idénticas; ni el de un grupo de migrantes en una tienda de campaña en un campamento en el área inundable del río Bravo.
Pasemos finalmente al tercero de los espacios. Si el relativo ya nos dificulta el distanciamiento, el relacional aún lo complejiza más. Su configuración no depende de la distribución de los distintos objetos, sino de cómo nos relacionamos con aquéllos y con otras personas. Y, como todos sabemos, cada persona es un mundo: por razones de edad, de género y de capacidades motrices, así como por creencias, estatus social, convenciones y prácticas culturales, y un largo etcétera.
En el caso que nos ocupa, y regresando a la “sana distancia”, como no somos máquinas que determinemos con precisión 1.5 m, solo nos aproximamos a partir de nuestra percepción. El espaciamiento, además de la percepción, depende de la credibilidad que le demos a la pandemia, del miedo a las personas desconocidas y de las distancias (o cercanías) aceptables, que se definen culturalmente, entre otros factores. Cierta proximidad física entre desconocidos es, para los mexicanos aceptable, mientras que para los europeos constituye una invasión a su espacio personal. Así, ante las consecuencias de lo relacional, se han tomado otras medidas: desde marcar las distancias en el piso de los establecimientos comerciales hasta la coerción policial y las multas.
En fin, les invito a pensar en los tres espacios mientras hacen fila para entrar al súper; ya me dirán a qué conclusiones llegan.
Dr. Xavier Oliveras