Al regresar de un reciente viaje con mi compañera por Cataluña, Andorra y Francia, quedé una tarde para platicar con el respetadísimo J. Barcos Leal, de quien, sin duda alguna, muchos de los lectores habrán escuchado en más de una ocasión. Siempre es un privilegio gozar de sus reflexiones, que va desgranando tranquilamente sin dejar de tomar de su vaso de limonada –sin hielo y sin azúcar, sea dicho de paso.
Lo primero que me preguntó, sin apenas saludarme, fue si habíamos visitado la Tour Eiffel de París y la Sagrada Família de Barcelona. Al principio su pregunta me extrañó, ya que lo tenía por ese tipo de personas elitistas que, cuando viajan, dicen que ellos no son turistas, que creen ser más locales que la propia población local. Sin embargo, sé por experiencia que sus cuestionamientos son tramposos. Así que, con cierto temor, le respondí que sí, que había visitado ambos, así como los demás lugares de interés de una y otra ciudad.
Antes de que pudiera explayarme en lo alta que es la torre parisina y lo luminoso que es el interior del templo barcelonés y lo magníficas que son las vistas panorámicas desde lo alto de ambos, me cortó y se interesó por los detalles inesperados que ocurrieron antes y después de aquellas visitas. Ahí estaba el truco: lo importante no es lo que se visite, el destino; sino lo que suceda durante la visita, el trayecto.
Ante esta revelación, por unos instantes repasé mentalmente lo que habíamos vivido. La mayor parte de las veces no me parecía nada fuera de lo ordinario y otras, por muy extraordinario que fuera, sólo eran para mi compañera y para mí; no quería aburrirlo, pero tampoco defraudarlo.
Las anécdotas que le conté, y quiero compartirlas también con ustedes, acaecieron el domingo 14 de julio, día de la “fête nationale française”. Habíamos planeado nuestro itinerario atendiendo a los eventos que iban a celebrarse en la capital: deseábamos pasear por los Champs Élysées –según dicen la avenida más hermosa del mundo– hasta llegar al Arco del Triunfo, pero queríamos evitar el desfile militar ante las autoridades de Francia y de medio Europa que se llevaría allí en la mañana; así que iríamos, pero más tarde.
Lo que no sabíamos es que iban a ocurrir muchas otras cosas…
Después de un largo silencio del movimiento de los chalecos amarillos, aquel día decidieron reaparecer, precisamente en los Champs Élysées, donde se manifestaron con pancartas, quemaron papeleras y derrumbaron las vallas metálicas de seguridad, para acto seguido irrumpir la policía y cargar contra ellos; lo último que supimos es que detuvieron a más de 150 personas.
A medida que avanzábamos, veíamos cada vez más presencia policial, sonaban más sirenas y había más gente con la nariz rota y ensangrentada sentada en la ancha banqueta frente a las carísimas tiendas. Seguimos hasta toparnos con un cordón policial, donde un uniformado armado hasta los dientes nos obligó a dar media vuelta. Resignados quisimos dirigirnos a nuestra siguiente parada en el itinerario, para lo que debíamos tomar el metro, pero con la sorpresa que por orden policial se habían cerrado todas las estaciones de los alrededores.
Habiendo ya cenado, e ignorando que acababan de jugarse las semifinales de la Copa Africana de Naciones de futbol, de pronto nos encontramos en medio de las celebraciones de las aficiones de los equipos clasificados, rodeados de banderas argelinas y senegalesas (y casi ninguna de Francia). La muchedumbre era tal que se paralizó el tráfico vehicular y, a nuestro pesar, las pocas líneas de metro que la policía no había clausurado. En nuestra última cena en Barcelona supimos que la copa la había ganado Argelia y que la alegría desbordó de nuevo las calles de París.
Al reflexionar sobre esto creo que mi querido Barcos Leal está en lo cierto: lo que convierte turistear en momentos y lugares especiales, y realmente únicos para cada quien, es lo imprevisto.
Dr. Xavier Oliveras González
El Colegio de la Frontera Norte