El filósofo Braudel nos introdujo a la larga duración de cuando se trata de estudiar hechos históricos lejos de la premura, las perturbaciones y el nerviosismo del evento analizado. De la misma manera, otras disciplinas científicas obedecen a lógicas temporales que no empaten, generalmente, con las fuentes de la razón social inmediata y su corolario: El discurso dinámico sobre el interés colectivo.
La incapacidad de la ciencia de coincidir con el tiempo de los medios y las demás interfaces sociales encuentra sus lógicas en el marco de los métodos y procesos que gobiernen a la creación del conocimiento científico. En efecto, la institución universitaria, como la conocemos hoy día, encuentra sus orígenes en el siglo XII y a partir de ahí, no ha parado la reflexión contradictoria para perfeccionar el método científico que acompañó a la épica contribución de la liberación progresiva de la humanidad.
Independientemente de si unos se permiten disertar durante horas sobre migración, sin leer ni siquiera un párrafo especializado, y otros, aconsejen dejar tratamientos médicos comprobados, basándose en experiencias personales, el método científico sigue siendo el único que ofrece soluciones universales. Este último queda también con la larga duración, cuando la única referencia son los tíos y amigos más cercanos, ahí sale sobrando frente a una dinámica histórica elocuente sobre las conquistas de la ciencia.
La aceleración del tiempo histórico con la modernidad queda plasmada en una producción científica y tecnológica sin precedente, que parece inducir a una percepción desmesurada, que termina por generar falsas expectativas en los diferentes sectores de la sociedad. De hecho, la dinámica fulminante de las tecnologías de fácil adopción, como la computación, es favorable al desarrollo de una percepción influida por la rápida rotación de esta innovación. Esto puede observarse incluso en expresiones que han penetrado la jerga popular como “ponerse las pilas”, “cambiar el chip” y “actualizar su software”. La tendencia a la apropiación social e individual de las características inherentes a la tecnología del momento, nos recuerda a nuestro ancestro cazador apropiándose de las cualidades de un felino, ya no nada más para mejorar sus destrezas, pero también para ocupar un lugar en el relato mítico de su entorno social.
En paralelo a la radical liberación del individuo, asistimos a un creciente arbitraje de la relación con los demás a través de actores corporativos de mediación. Estos mismos que surgieron acumulando funciones “usurpadas” del ámbito individual y colectivo, encuentran su razón de existir en la pretendida incapacidad de los “usurpados” para entablar con los demás un diálogo directo y eficiente. Esto es cierto en el caso de la ciencia que no cuenta naturalmente con el objetivo de involucrarse en discusiones multimodales eficientes, y aún menos, inmiscuirse en el engranaje de la ambición política. Para tales motivos existen los actores de mediación que se dieron el papel de portavoces de la ciencia ante la sociedad.
Los medios de comunicación son un fiel representante de una intermediación ciencia-sociedad mitigada y, hasta cierto punto escabrosa. Un ejemplo reciente de esta relación accidentada es la crisis de COVID-19. Fuimos todos testigos en los medios de la práctica de sondeos públicos sobre la eficacia de un medicamento vis a vis de otro, la eficiencia de una medida de protección y últimamente, sobre nuestra vacuna preferida. Sin olvidar los debates con especialistas sospechosos proponiendo proyecciones, olas y protocolos y, contestando preguntas, todavía oscuras, para la ciencia solo porque hay una fuerte presión social para informarse. En estos contextos, el descarrilamiento de la ciencia hacia los tiempos de los medios, de la administración pública y de la agitación política, se volvió contraproducente e inclusive peligroso.
Dr. Djamel Toudert
El Colegio de la Frontera Norte