El pasado lunes y martes estuve en la Universidad de Stanford, en donde di una conferencia y participé en una reunión, organizada por el Centro Internacional de Seguridad y Cooperación de la Escuela Naval de Estudios de Posgrado. Se trataron diversos temas asociados con las fronteras en el mundo.
Mi conferencia versó sobre algunas paradojas de la relación fronteriza entre Estados Unidos y México. Empecé con la más reciente, marcada por el contraste en las reacciones públicas de uno y otro lado de la frontera respecto de la decisión del presidente Obama de no aplicar la ley de inmigración que tenía amenazados de ser arrestados y expulsados de Estados Unidos a los llamados «dreamers» que, como expliqué en mi colaboración para este espacio del pasado sábado, son aquellos ciudadanos mexicanos por nacimiento, residentes en Estados Unidos, menores de 30 años que fueron llevados por sus padres a aquel país, sin documentación migratoria, cuando eran muy pequeños, y que desde entonces, entraron a las escuelas de allá y crecieron siguiendo una vida normal de cualquier otro de su edad, excepto que eran indocumentados y vivían con la «espada de Damocles» de ser expulsados a México por su condición de irregularidad migratoria. La paradoja principal en la que se encontraban 1.4 millones (según datos del PEW Hispanic Center) de jóvenes residentes de allá pero nacidos en México, era que se sentían y se siguen sintiendo como estadounidenses, sin serlo; pues, pendía sobre sus cabezas la amenaza de que los descubrieran o alguien los denunciara como «illegal aliens», que es como se refieren a ellos, tanto los medios como el gobierno del país vecino. Esa paradoja se hizo más compleja al diferenciarse en la cobertura que los medios mexicanos le dieron, en lo general, a esa decisión que muchos de esos jóvenes han declarado en Estados Unidos que ha sido «la más importante de sus vidas» y que fue la nota principal de los medios, tanto electrónicos como escritos del pasado viernes (el mismo día de la decisión presidencial), pero que en México brilló por su ausencia. Esta no fue total. Como por lo general no lo es ninguna noticia que aparezca como principal en los medios de allá. La ausencia fue, en el escaso espacio que se le dio a esa noticia en los comentarios explicativos de los medios mexicanos. Sobre todo de la nula atención que el gobierno de México les ha dado, como es su obligación legal, por tratarse de ciudadanos mexicanos en el extranjero, con serios problemas de adaptación cuando han sido expulsados a México, país del que se sienten totalmente ajenos, del cual desconocen, desde su lengua (muchos de ellos no hablan español), su religión y su historia, no obstante ser legalmente mexicanos. La historia y el contexto legal y cultural de los «dreamers» no solo fue un tema tratado varias veces en este espacio sino que fue objeto de mis gestiones personales ante las más altas autoridades de la Secretaría de Educación Pública de nuestro país, en las que destaqué el hecho de que esos jóvenes constituían lo que en demografía se entiende como un «bono demográfico» de la dinámica poblacional mexicana, que habrían sido aprovechables en nuestro decadente sistema de educación pública pues constituían un capital humano técnicamente mexicano, para cuya existencia no habíamos gastado un centavo. Propuse un plan para atraer y aprovechar ese capital humano. No se me hizo el menor de los casos salvo el tiempo que me dedicaron para escucharme. Por fortuna para esos jóvenes, en Estados Unidos se acaban de dar cuenta del error que estaban cometiendo al ignorarlos. Como mexicanos, perdimos la oportunidad de aprovechar un capital humano que no supimos atraer para beneficio de quienes compartimos, si no su sangre en cabalidad, sí la historia de sus padres. Claro que el haber conocido y explicado a tiempo a mi gobierno esa oportunidad es más que frustrante. Solo me consuela saber que esos jóvenes estarán encaminados a ser mujeres y hombres útiles en una sociedad que, si bien no es la de sus padres, no nos es totalmente ajena. El hecho es que los dreamers podrán seguirlo siendo; más por algo que tiene que ver con la política electoral de Estados Unidos que con algo de lo que pudiéramos sentirnos orgullosos.