La frontera de Tamaulipas, filosa daga que hiere la dignidad y esperanza de los migrantes

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miércoles 22 de enero de 2020

Matamoros, Tamaulipas.- Adriana me observó, como recordando que ya nos conocíamos, aunque yo tuve mis dudas. Era un domingo por la tarde, a mediados de abril de 2019, y yo había decidido andar en bicicleta en el bordo del río Bravo, el que sirve de contenedor cuando hay creciente, pero también de recordatorio de que acá es Matamoros y allá es Brownsville; en un lado México y en el otro Estados Unidos. Adriana era una joven madre hondureña que conocí a mediados de febrero del mismo año, en la Casa del Migrante en la ciudad. Quizás por la velocidad en la bicicleta no la reconocí, o quizás porque habían pasado dos meses desde que platiqué con ella, o tal vez por ambas razones. Lo cierto es que me regresé para preguntarle si era ella. Y sí.

Adriana no estaba sola. De hecho, estaba con una familia y peinaba a una niña. A su alrededor había más familias, adolescentes, niños y niñas. Debajo del bordo, personas con pequeñas tiendas de campaña; del lado del bordo, junto al río, otras tantas con cobijas amarradas a los árboles, sirviendo de carpas. Había vestigios de que cocinaban con leña. Adriana y el resto de la gente eran migrantes, en su gran mayoría de Centroamérica. Muchos de ellos y ellas salieron en una caravana de San Pedro Sula, en diciembre de 2018, y a inicios de febrero de 2019 llegaron a Piedras Negras, Coahuila. Después se dispersaron: algunos se fueron a Hermosillo, otros a Monterrey, y otros tantos a esta frontera.

“Pensé que no me quería hablar”, me increpó Adriana. Le respondí que no estaba seguro que fuera ella. Era una mujer veinteañera, morena, divorciada, madre de tres hijos de menos de 10 años de edad. Había viajado con dos de sus pequeños desde San Pedro Sula y se unió a la caravana. Le pregunté cómo estaba y me dijo que no muy bien, pues hacía más de un mes que estaban en el bordo, esperando la tan anhelada cita para la solicitud de asilo en Estados Unidos. Le pregunté por Marco, un joven salvadoreño que también conocí en la Casa del Migrante. “Por ahí anda”, me dijo. Al momento me di cuenta que él se acercaba a nosotros. “Como que lo quise reconocer”, expresó.

Adriana y Marco se habían hecho pareja en Tapachula, para acompañarse en el camino. Un “amor caravanero”, lo bautizó Marco. Después me narró sus penurias: como el resto de migrantes, estaban esperando la cita, por eso permanecían cerca del puente internacional. Había conseguido un trabajo temporal, pero el dinero se acababa. Se ayudaban con los víveres y demás que les donaban asociaciones civiles tanto de Brownsville como de Matamoros. De vez en cuando, según decía, llegaban otras personas a ofrecerles cruzar la frontera a cambio de un pago, pero él se resistía. “Mejor hacer las cosas derechas”, comentó. A pesar de su ética, le angustiaba la espera. “Si no paso yo, ojalá al menos ella y los niños sí puedan”.

A mediados de febrero de 2019, como se decía al principio, parte de los migrantes que arribaron en caravana a Piedras Negras, llegaron a Matamoros. Un estudio de El Colegio de la Frontera Norte, reveló que a la Casa del Migrante llegaron poco más de 100 migrantes. Un 73.3% procedía de Honduras, 13.3% de El Salvador, 4.4% de Guatemala y 8.9% de otros países, tales como Nicaragua. 67.5% eran hombres y 32.5% mujeres. Respecto a las razones por las que emigraron de Centroamérica, 33.3% declaró que fue por falta de empleos; un 15.6% por la inseguridad; un 8.9% por la violencia causada por las pandillas; otro 8.9% por la violencia de género o la discriminación por preferencias sexuales; y el resto por evitar extorsiones, persecuciones, entre otras. La violencia, ya fuera económica o por inseguridad, fue el detonante del desplazamiento.

Muchos de los migrantes que llegaron a la Casa del Migrante, como Adriana y Marco, comenzaron a solicitar asilo en Estados Unidos y, para no perder la cita, se asentaron cerca del “Puente Nuevo”, como se le conoce al Puente Internacional de Matamoros. Poco a poco llegaron más: de sur a norte y a la inversa. El Protocolo de Protección a Migrantes (MPP, por sus siglas inglés), implementado por México y Estados Unidos desde enero de 2019, no sólo aseguró que los solicitantes de asilo permanezcan en nuestro país mientras sus casos son revisados, sino también aseguró el hacinamiento en un “Tercer país seguro”, como irónicamente se le llama a México.

Fue hasta la segunda mitad del 2019, que Matamoros fue considerada una ciudad que vivía una crisis humanitaria, porque había una gran cantidad de migrantes. Algunos medios hablaban de entre 800 y 1000 migrantes asentados. Sin embargo, la crisis humanitaria se hizo visible a partir de un hecho trágico: el 23 de junio, Oscar Alberto, un salvadoreño de 25 años, y Valeria, su pequeña hija de casi 2 años, se ahogaron en el río Bravo. La desesperación ante la demora del asilo los orilló a intentar cruzar. Como en el caso de los 72 migrantes asesinados en San Fernando, en 2010, la muerte de Oscar y la pequeña Valeria se volvió noticia internacional y, sólo entonces, la mirada se centró en esta ciudad del noreste mexicano.

La fotografía de Oscar y su hija ahogados en el río Bravo llegó al extremo del voyerismo mediático, pero también se convirtió en el argumento cultural para hacer una crítica a las políticas migratorias estadounidenses: la “foto de la vergüenza de Donald Trump”, como algunos medios la llamaron. La noticia llegó a Trump y él reaccionó: “La odio. Y sé que eso podría detenerse inmediatamente, los demócratas necesitan cambiar las leyes, entonces ese padre que probablemente era un hombre maravilloso con su hija, cosas como esas no ocurrirían en un viaje a través del río, no pasaría esa peligrosa travesía”. Su respuesta disfrazada de preocupación humanista, tenía un fondo político.

Para los migrantes la espera y la desesperación se incrementaron, en especial porque a inicios de octubre de 2019, un sector empresarial denunció el incremento de robos a negocios en la ciudad y de ello acusó a los migrantes. El 10 de octubre, otro hecho hizo de Matamoros el foco de atención: alrededor de 300 migrantes, según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, bloquearon por más de 14 horas el puente internacional, exigiendo se acelerara el proceso en los trámites de asilo. De inmediato, autoridades policiales y de la Patrulla Fronteriza cerraron su lado del puente. Hasta entonces, el delegado del Instituto Nacional de Migración en Tamaulipas y el alcalde de Matamoros, se hicieron presentes. La presión del flujo transfronterizo y la imagen internacional, pesaron más que la preocupación por la crisis humanitaria.

A mediados del mismo mes, el alcalde de la ciudad afirmó que había alrededor de 1,500 personas viviendo en la explanada y alrededores del puente. Incluso, planteó adecuar un centro de convenciones para trasladar a los migrantes. Las condiciones de inseguridad e insalubridad en las que vivían los migrantes, eran el argumento del traslado. Al final, no se hizo. Sin embargo, el 1 de noviembre del mismo año, un hecho más se sumó a la desventura de los migrantes: autoridades del municipio, en específico del Sistema DIF, llegaron con vehículos. La versión oficial fue que querían trasladar a las familias, aunque según el testimonio de una estudiante que hacía trabajo de campo, fue que “las personas del DIF están platicando y entrevistando a los migrantes porque quieren llevarse a los niños y los papás no quieren”.

Una amiga activista pro-migrante, me comentaba al respecto: las autoridades fueron con la finalidad de trasladar a las familias completas, pero debido a la falta de información y de tacto, alguna autoridad insinuó que se llevarían a los niños, lo que alarmó a los migrantes en general. En algunas redes sociales se comentó que sí se querían llevar a los niños, en especial porque había circulado un video en el que se observaba a niños migrantes pidiendo dinero. Las autoridades decían que eso era “explotación infantil”. Giovany, un  migrante guatemalteco treintañero, padre de familia, que conocí durante una visita al campamento en el puente, me decía al respecto: “Sí hay niños que piden, pero no todos, es por la desesperación de las familias, tenemos mucho tiempo aquí esperando y no se resuelve”. Me pongo en sus zapatos.

Giovany voltea y, con cierta melancolía, mira a su pequeña hija de alrededor de 10 años, quien yace sentada junto a él. A su espalda, las oficinas del Instituto Nacional de Migración se yerguen impávidas, hasta cierto punto inertes. Al frente, una pequeña oficina pomposamente llamada “de Repatriación humana”. A un lado, las instalaciones del Grupo Beta, también inertes. Algunos policías municipales merodean en cuatrimotos. Más adelante, el puente internacional, el río Bravo y los agentes de la Patrulla Fronteriza. Las tiendas de campaña de los migrantes colorean como un pequeño arcoíris circular, rodeado por nubarrones del Estado en este rincón de la frontera norte.

La espera y la desesperanza, a inicios del 2020, aún prevalecen entre los migrantes y cada vez se intensifica. Los riesgos, está de más decirlo, son constantes. Voluntarios en el campamento señalan que los coyotes merodean. El control de algunos “líderes” de grupos de migrantes también es evidente. Incluso, se rumora que circulan drogas. Nada de esto sorprendería, pues como han señalado algunos sociólogos, los grupos vulnerables por su nacionalidad, género, edad o condición migratoria, tienden a ser más frágiles en contextos diferentes dado su estatus, pero también debido a la vulnerabilidad emocional. La situación se agrava, porque a diferencia de otras ciudades fronterizas donde los migrantes de caravanas han arribado, en la de Matamoros los observadores internacionales brillan por su ausencia.

De no ser por la Pastoral de Movilidad Humana y asociaciones pro migrantes como “Ayudándoles a Triunfar” en Matamoros, o voluntarios y Caridades Católicas de Brownsville, los migrantes difícilmente podrían sobrevivir. Pero, como si no fuera suficiente, un hecho más se suma a su desventura: la queja de vecinos y el llamado a una protesta, el próximo 31 de enero, frente al Consulado estadounidense, para exigir remover a los migrantes de la ciudad, incluso exigir que se incrementen los requisitos de solicitud de asilo. La queja y el llamado, por supuesto, son con todo derecho. Lo que no lo es, es llamarlos “parásitos sociales”, como se describe en el desplegado que circula en redes sociales. Esto no debe sorprendernos, pues como recientemente señaló el Papa Francisco durante una homilía en el Vaticano: “El mundo actual es cada día más elitista y cruel con los excluidos”.

Hay preocupación en Matamoros por los migrantes. En diferentes sectores y distintas formas. Hace unos días, autoridades del municipio se acercaron a ellos, específicamente el secretario del Ayuntamiento, quien fue a “poner orden”. Los migrantes se acercaron y reclamaron que les doten de más servicios y comida. El secretario no se anduvo con rodeos, según algunos medios: “Si no están a gusto en este lugar que podemos darles, entonces señores ahí está el Instituto Nacional de Migración que les ofrece transporte gratuito para que se regresen”. El problema no es para menos, pero este tipo de reacciones de inmediato dividió aún más las opiniones ciudadanas: los que proponen seamos solidarios con ellos, como otros con nuestros migrantes en Estados Unidos, y los que plantean expulsarlos porque son “de lo peor”. El problema no es para menos, y tal vez sea para más ahora con la nueva caravana de migrantes que poco a poco pasa la frontera sur de México. Mientras tanto, yo sigo pensando en Adriana, Marco y los niños.

Dr. Oscar Misael Hernández-Hernández

El Colegio de la Frontera Norte