Un matamorense me contaba que hace años, mientras estaba en un semáforo por la avenida Lauro Villar, un vehículo se le emparejó: “Un huerco sacó medio cuerpo por la ventanilla y me encañonó. Del mismo miedo aceleré. Me asusté por si iban por mí. Luego supe que estaban robando vehículos como el mío. No me alcanzaron, pero llegaron a una maquila y se llevaron los similares”.
Nunca había escuchado la palabra “huerco”, frecuente en el norte. Según la RAE, de orco (del latín Orcus, equivalente a los dioses Plutón, Hades o Dis Pater). Además de la acepción norteña para referirse a un chavo, hay un par en uso (quien “está siempre llorando, triste y retirado en la oscuridad” y la latina de, por extensión “lugar donde iban los muertos”) y otras desusadas (con los significados de diablo, infierno o muerte). En ningún caso como alusión al infierno de los judíos (gehena), confusión escuchada en Nuevo León, tal vez por la influencia –mitificada y testimonial hoy en día- de criptojudíos sefardíes como Luis de Carvajal y de la Cueva en la fundación de ese estado.
Quizá el huerco del matamorense tenga que ver con el sentido con que se llama “diablillos” a los niños. Una costumbre por la que, cariñosamente, se alude a algo por su contrario (aunque se den casualidades donde esos huercos, como en la Lauro, sí hagan actos “diabólicos”). Así, al igual que el personaje de Little Man (hombre pequeño) de The Wire es un delincuente alto y gordo, un ogro –Orcus dio ogre en francés, y de ahí a nuestro idioma- sería contrario a lo que connota la niñez. Veamos otros ejemplos de ese vaivén en el uso del lenguaje con exageraciones, desdibujamientos o retorsiones para aludir a la violencia.
Puede que una exageración sin el matiz de nombrar lo opuesto se dé extremando un rasgo. En el Cerro de la Campana (Monterrey), cuando la zona estaba dividida entre dos grupos, se aludía a ellos como “la maldad”, según recoge Proceso. Esa ontología absoluta -lo diametralmente opuesto a todo bien-se refuerza si, además, hay un desdibujamiento de las instituciones oficiales, como al llamar “leyenda” a la ley, usar la marina como sinécdoque de gobierno o decir -como recoge una Recomendación de la CNDH, 21/10/2014- que jóvenes criminales “se trasladaban entre varios puntos por los cerros porque ‘había mucha ley’”. Aquí el uso de la ley es sinestésico, como una capa meteorológica, como al decir tronerío –un paisaje de truenos- por balacera.
Una hipérbole similar, pero más sutil, es la colectivización de individuos como “la maña” (del latín vulgar mania, “habilidad manual”). Puede que el éxito de la palabra para circundar lo ilegal sea por su cercanía etimológica a otras como artimaña o amañar; su similitud fonética con maldad o mafia, que abunda en algo que de por sí se relacionaba con la astucia (“¿Quién sabe si el diablo, que es útil y mañoso […]?”, se pregunta Don Quijote, segunda parte, capítulo XLVIII);o la fascinación de sustancializar una cualidad abstracta (subyuga más hablar de “el poder” que de “los poderosos”). Aun así, la palabra capta las relaciones concretas, como lo hace “mañería”, uno de los antiguos malos usos por los que el señor castellano tomaba los bienes del siervo fallecido sin descendencia.
Finalmente, otro ejemplo (esta vez de retorsión del lenguaje, de falsa polisemia) es la palabra “guacho”, por soldado. Podría pensarse que por el inglés watcher, vigilante. Pero en la mencionada Recomendación, un poblador de un municipio terracalentano, testigo de ejecuciones, se refería a jóvenes mañosos como “guachitos”. Si “guacho” alude al ejército, entonces “guachito”, ¿sería un pseudo ejército, una especie de ejército chiquito? Pena Castro-en su Blog Chinaco, 18/4/2011- aclara que “guacho” era, en su origen, “muchacho” en purépecha, por lo que guachito sería muchachito, a pesar de que en un giro despectivo pasó a referirse a “ignorantes” y “niños traviesos”. También a “indios”, y por extensión, a gente del centro y sur, grueso del ejército mexicano.