Opinión de Víctor Alejandro Espinoza Valle Investigador del Departamento de Estudios de Administración Pública de El Colegio de la Frontera Norte de El Colegio de la Frontera Norte

jueves 13 de septiembre de 2012

El 1 de septiembre pasado, el presidente de la República envió al Congreso su último informe de gobierno y dos iniciativas de ley. Apresurado, el secretario de Gobernación, Alejandro Poiré, dijo muy poco acerca de los contenidos de la documentación entregada.

Durante los dos últimos sexenios hemos escuchado de manera reiterada que los problemas nacionales se deben a que las “reformas estructurales” no han sido aprobadas. La coartada perfecta ha sido que en virtud de que el partido del presidente no ha tenido mayoría absoluta en el Congreso, eso ha impedido su aprobación. Lo ideal sería, dicen, que el Legislativo diera su beneplácito a toda iniciativa proveniente del Ejecutivo, tal como se hizo durante los 70 primeros años de gobiernos priistas, hasta 1997 cuando se instauró el primer gobierno dividido en el ámbito federal.

Son tres las “reformas estructurales” por las que suspiran nuestros gobernantes: la fiscal, la energética y la laboral. Aprobarlas significaría poder acceder al primer mundo. Quienes se oponen al progreso, nos dicen, se han obcecado en boicotearlas. Ya seríamos país desarrollado si se hubieran aprobado. Estas retahílas las venimos escuchando durante los doce últimos años.

Hace poco más de un mes, el 9 de de agosto, se publicaba en el Diario Oficial el texto de la reforma política, materializada en una serie de reformas y adiciones constitucionales. En concreto, se incluyó en el artículo 71, lo siguiente: “El día de la apertura de cada periodo ordinario de sesiones el Presidente de la República podrá presentar hasta dos iniciativas para trámite preferente (…). Cada iniciativa deberá ser discutida y votada por el Pleno de la Cámara de su origen en un plazo máximo de treinta días naturales (…). En caso de ser aprobado o modificado por la Cámara de su origen, el respectivo proyecto de ley o decreto pasará de inmediato a la Cámara revisora, la cual deberá discutirlo y votarlo en el mismo plazo o bajo las condiciones antes señaladas”. El Ejecutivo presentó dos iniciativas preferentes junto con el informe. Una de ellas ha sido motivo de fuertes disputas con anterioridad: la reforma laboral.

Dicen los enterados que el proyecto de reforma presidencial tiene menos cosas buenas que malas. Pone el acento en una mayor precarización del empleo al introducir la subcontratación y el empleo por horas; además de contratos temporales de prueba. Esto se traduciría en inestabilidad laboral y en salarios de hambre. Según los estudiosos,  la flexibilidad laboral –el despido sin contraprestaciones- es muy alta en México. Una mayor rotación se traduciría en mayor empobrecimiento de amplios contingentes de mexicanos; creo que nuestro país no está para que el crecimiento sólo sea en el número de pobres.

Independientemente de sus contenidos, no parece existir lógica en la decisión presidencial de enviar la iniciativa faltando tres meses para la finalización de su gobierno. La discusión en torno a los contenidos de la reforma laboral será ríspida y polarizará a un Congreso que apenas el 1 de septiembre ha iniciado sus trabajos. Puede ser el asunto que provoque  un primer conflicto entre el PRI-PAN y quienes se oponen a una reforma como la presentada, generando problemas de legitimidad al nuevo gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto; pero también es probable que haya quien interprete que por el contrario el objetivo fue eximirlo de la responsabilidad de la iniciativa, con cuyos contenidos estaría de acuerdo, y asumir los costos en el último tramo de gobierno. Calderón estaría buscando con ello el favor de Peña Nieto para garantizar cierta inmunidad frente a lo que se le avecina. Otros mal pensados sostienen que fue un intento de  Calderón por pasar a la posteridad argumentando qué él cumplió pero el problema, como siempre, fue el Congreso. Sea lo que fuere es una más de sus costosas herencias.

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