Como ya saben, la nueva administración de Joe Biden ha iniciado la reversión de algunas de las medidas más controvertidas de la política fronteriza y migratoria de la anterior administración estadounidense; entre las cuales la ampliación del muro fronterizo. Si bien hay sectores donde apenas se había planeado, en otros están en plena construcción y ahí no es tan sencillo. En el sur de Texas, por ejemplo, la toma de posesión del nuevo presidente coincidió con avances que no se han podido paralizar, de forma que los operarios de las empresas constructoras permanecen en el lugar de la obra y los procesos judiciales para la expropiación de fincas siguen su curso. Se supone que es cuestión de tiempo y que, dentro de poco, unos y otros habrán sido detenidos.
Aunque se paralice esta infraestructura, ello no significa que la política estadounidense vaya a cambiar de manera significativa. Si nos fijamos bien, veremos que los argumentos se refieren sobre todo a las distintas leyes y derechos que fueron suspendidos y vulnerados (propiedad privada, acceso a tierras públicas, espacios naturales protegidos, yacimientos arqueológicos y lugares sagrados de los pueblos indígenas, entre otros). En cambio, en lo que respecta a los flujos migratorios y comerciales nada cambia; simplemente se aplicarán otras medidas para detener la migración irregular y el narcotráfico.
Además del muro hay otro elemento que contribuye a la obstaculización de aquellos flujos, que actúa de forma parecida pero que para contrarrestarlo se requiere un enfoque distinto. Me refiero al terreno o, como a veces ha sido definido, la “inmensa materialidad del mundo”: la conjunción de las condiciones topográficas, climáticas y biogeográficas. Quizá sea por la influencia neoplatónica de considerar la mente o el alma por encima del cuerpo, pero se suele olvidar (e incluso menospreciar) nuestra misma materialidad y lo que ello nos permite y limita: la vulnerabilidad del cuerpo humano al calor y al frío, a las infecciones, a sufrir heridas, y al hambre, la sed y el cansancio. En este sentido la interrelación entre el terreno y el cuerpo forman parte sin duda de la gestión de la movilidad y de las fronteras (y también de la resistencia, pero ésa es otra historia).
Esta referencia al terreno nos puede recordar a aquella teoría, hoy desacreditada por determinista, sobre las fronteras naturales. Según ésta, los ríos, mares y cordilleras constituyen los mejores límites en tanto que son visibles y evidentes para todos; e, igualmente, constituyen las mejores barreras porque son fácilmente defendibles y obstáculos infranqueables. Como argumentaron sus críticos, las fronteras las imponen los humanos, no la naturaleza, aun en aquellos casos en los que coincide con un curso fluvial o una divisoria de aguas. Así, el río Bravo solo es el límite entre México y Estados Unidos por una decisión política. Asimismo, la capacidad de defender y franquear un accidente geográfico no depende tanto de aquél en sí mismo sino de los recursos que se utilicen para ello; es decir, no es lo mismo cruzar el río Bravo a nado que por un puente o en avión.
En efecto, ni el río Bravo ni el desierto de Sonora (ni el mar Mediterráneo, por no hablar de otras regiones) no son fronteras naturales en el sentido que son impuestas por la Naturaleza, pero sí son obstáculos a la movilidad, complementarios al muro fronterizo. Ante la obligatoriedad de obtener y contar con pasaporte y visa, y cumplir con otros requisitos, para ingresar a Estados Unidos, miles de personas, sobre todo las de menos recursos económicos, se ven empujadas a tomar vías alternativas que implican cruzar un terreno hostil a sus cuerpos.
De ello son prueba los miles de personas que han muerto buscando llegar al otro lado. El año pasado, por mencionar un caso, se reportó el hallazgo de 17 cadáveres en el sector Tamaulipas-Texas del río Bravo, pero muy probablemente murieron más. Es muy difícil saber la cifra exacta, precisamente por la misma acción del terreno: la corriente los arrastra y los hunde, las bacterias, hongos e insectos los descomponen, y el Sol los seca hasta convertirlos en polvo.
Aunque no se puede detener el terreno de la misma forma que se paraliza la construcción del muro fronterizo, no por ello no hay alternativas. En este caso se requiere una clara transformación de la política migratoria y fronteriza que no obligue a las personas a enfrentarse a condiciones hostiles, a la vez que impida a los Estados escudarse en la fatalidad del terreno como excusa perfecta para no asumir su responsabilidad política, legal y ética.
Dr. Xavier Oliveras González
El Colegio de la Frontera Norte