Bueno, no es que se haya ido, sino que creímos que no estaba allí.
En las últimas décadas, el avance de la medicina redujo los riesgos de muerte. Las vacunas, las medidas sanitarias y los remedios se multiplicaron. Casi todos en mi familia hemos sufrido de hepatitis, pero con los novedosos fármacos sanamos. El morir se redujo casi a los accidentes y a las enfermedades degenerativas, es decir, las de la vejez. No los pediatras, sino los geriatras hacían “su agosto” en los últimos años. Uno planeaba su vida sin esperar que la interrumpiera de improviso la muerte. Ya en la decrepitud, con Alzheimer, ni nos daríamos cuenta de ella.
En tiempos no remotos no era así. Muchas dolencias nos aquejaban, las cuales de un momento a otro nos mandaban al otro mundo o nos dejaban tullidos, que no es sino un morir despacio.
Mi tía Elvira fue de las últimas en sufrir la viruela negra. Sobrevivió, pero quedó marcada de cicatrices a punto de que mi insensible bisabuela le decía: “quítate de aquí, roñosa”. Tío Gualberto murió de tuberculosis. Tía Luz sufrió polio y no falleció, pero quedó incapacitada de allí en adelante. Tuvo suerte de que abuela Juanita, quien la cuidaba, la sobreviviera.
Nací en 1959, justo cuando Estados Unidos autorizó la vacuna contra la polio. Tardó, sin embargo, esa vacuna en ser masiva. Son varios contemporáneos míos quienes, sin el beneficio aún de esta vacuna, se contagiaron. Unos murieron entonces y otros quedaron con las piernas inmóviles. Estos últimos no se salvaron de los crueles apodos de los muchachos: o eran “El Pulpo” o “El Muletas”.
Apenas hace unas décadas azotó una epidemia de dengue hemorrágico en Matamoros, Tamaulipas. Mi hermano sobrevivió por la atención inmediata de nuestro otro hermano. Varios amigos entre cientos de matamorenses, sin embargo, murieron. Varios conocidos míos fallecieron también no hace muchos años tras la llegada del sida.
Pero, en gran medida, todo esto parecía en los últimos años como muy muy extraordinario. Los muertos eran otros. El plan de vida hasta convertirnos en momias de Guanajuato podría seguir en pie.
No así, con el coronavirus. No así, durante milenios. Lo normal era reconocer e, incluso, aceptar que la muerte podría estar a la vuelta de la esquina, aun para los papas y emperadores. No es que se nos quitara la alegría de vivir. Al contrario, Carpe diem. Pero sabíamos reconocernos mortales, y mortales también nuestros proyectos más queridos.
Al emperador Tito, destructor de Jerusalén, muy querido por los romanos, le tocó vivir la desaparición de Pompeya por la erupción del Vesubio, el incendio de Roma (no el que Nerón atribuyó a los cristianos) y la llegada de la peste, que acabó con él de manera fulminante mientras atendía a varios enfermos. Pelagio II, Papa, fue una de las primeras víctimas de la Peste de Justiniano, que llevó al declive a los imperios romanos de oriente y occidente por los millones de muertos en pocos días. Herodes el Grande murió de una infección rarísima, a punto que le dio su nombre: gusanos se los comieron vivo tras aceptar culto como divinidad en Tierra Santa. Al parecer, Alejandro Magno cayó por la tifoidea en Alejandría, y con su muerte cesó su imperio, y Pericles sucumbió por el tifo, lo cual cambió una balanza hasta entonces favorable para los atenienses en las Guerras del Peloponeso. En un último intento por poblar la franja del Nueces y evitar su anexión a Estados Unidos, el gobernador tamaulipeco Francisco Vital reunió 300 familias para que poblasen ese territorio, pero falló en su intento porque primero una epidemia de cólera en 1833 y luego una de fiebre amarilla en 1834 diezmó a los colonos. Cuitlahuac, y miles de mexicas, murieron de viruela justo después de su triunfo sobre Hernán Cortés en la Noche Triste. Muchos años después moriría Hernán Cortés de diarrea. No fue la “venganza de Moctezuma” porque la disentería ya existía en España. Lo que al parecer no existía era la sífilis. De ella morirían muchos posteriormente en Europa, entre otros, artistas como Schubert, Baudelaire, Guaguin, Tolouse Lautrec. El tifo acabaría con Sor Juana, el cólera con Tchaikovsky, la fiebre reumática o la triquinosis, y no Salieri, con Mozart.
Para el coronavirus habrá en algún momento remedios. Pero la muerte nunca pedirá permiso y siempre llegará sin avisar, por muy válidas que sean las medidas de prevención. Por tanto, que no sean éstas el separarnos por siempre de nuestros semejantes en un encierro de ostiones que finalmente son consumidos por muchos depredadores. Que, sin olvidar a la muerte, recobremos el gozo de vivir, y que este gozo no sea uno egoísta sino un gozo fincado en el amor. Dice Gracián: “La misma Filosofía no es otro que meditación de la muerte, que es menester meditarla muchas veces antes, para acertar a hacer bien una sola después”.
Dr. Arturo Zarate
El Colegio de la Frontera Norte