Crucé la frontera México-Estados Unidos hace 18 días. Lo hice de forma legal, con una visa especial para participar en un programa internacional. Sin embargo, a diferencia de lo que se pensaría, eso no me eximió de las “caricias” de la violencia hacia inmigrantes: ser observado por agentes de la Patrulla Fronteriza, en ciudades texanas como Brownsville o Dallas, de forma sospechosa; ser obligado en los aeropuertos a quitarme mis zapatos, pasar por un escáner, ser palpado por si traía algo ilegal en mí ropa, además de poner mis cosas en una bandeja que pasa por otro escáner; hasta ser ridiculizado por personal de seguridad privada en el aeropuerto de Washington, porque no entendí una instrucción en inglés.
No imagino qué habría sido de mí si hubiera cruzado la frontera sin documentos, o si fuera centroamericano, o más moreno, o mujer, o transexual. Después de todo, al cruzar esta frontera no sólo importa la legalidad, sino también el color de la piel, la nacionalidad, el género y hasta el lenguaje al transitar en el interior del país.
Sin embargo, al viajar por diferentes ciudades de la Unión Americana me doy cuenta de algo más: la paranoia se ha apoderado de este país, tanto que la obsesión por la seguridad no sólo se vive en sus fronteras, sino también en su interior: desde las oficinas gubernamentales, hasta las escuelas de Washington, Baltimore, Chicago o Los Ángeles. Por supuesto, se trata de una paranoia que el presidente Donald Trump ha sabido difundir y capitalizar y le ha puesto nombre: inmigrantes.
No en balde, recientemente, la congresista Alexandria Ocasio-Cortez ha dicho en su cuenta de twitter que lo que distingue el actual lenguaje de supremacía blanca en Estados Unidos, es el uso de palabras como “invasión” o “infestación” de grupos específicos, o sea los inmigrantes.
La paranoia, sin embargo, no es nueva. Tiene una historia que se remite a los “ataques terroristas” del 9/11 en Nueva York. Desde entonces el exceso de vigilancia en las fronteras territoriales, aéreas y marítimas, ante la posible amenaza de inmigrantes que pueden ser terroristas. Así nace esta paranoia del siglo XXI que criminaliza a los migrantes.
En Washington visito el Congreso de la Unión y la Biblioteca del Congreso, y es entonces cuando recuerdo parte de la Declaración de Independencia que dio origen a este país: “todos los hombres son creados iguales” y dotados de derechos como “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Sin embargo, como en Rebelión en la granja, “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Por consiguiente, la vida, la libertad y la felicidad están condicionadas, en especial si eres inmigrante (indocumentado) o si eres hijo o hija de éstos.
Viajo de Washington a Chicago y el tema de la paranoia por la “invasión” de inmigrantes sale a relucir con un evento violento en Gilroy, California: el 28 de julio, Santino William, de 19 años de edad, dispara en un festival gastronómico, matando al menos tres personas e hiriendo a 16. Nadie se lo esperaba y todos pensamos que es una desgracia.
Me asusta un poco, porque en unos días más de Chicago tengo que viajar a Los Ángeles. Es tema de reflexión por unos días, además de la denigración del presidente Trump sobre Baltimore, como una ciudad “asquerosa infestada de ratas y roedores”. Ironías de la vida: poco después de llegar a Los Ángeles, el 3 de agosto, por las noticias me entero que en El Paso, Texas, Patrick Crusius, de 21 años de edad, dispara en un centro comercial, asesinando a 22 personas e hiriendo a 26.
El caso es horrible. Quizás lo siento más porque se trata de una ciudad donde tengo amigos y me preocupo, aunque luego veo en redes sociales que se encuentran bien. Pero no dejo de pensar en las familias de los muertos, de los heridos; en el dolor transfronterizo provocado por una persona. No pasan 24 horas y otra mala noticia: en Dayton, Ohio, el 4 de agosto, Connor Betts, de 24 años, dispara en una calle y asesina a 9 personas e hiere a 26. Recuerdo que hasta hace unos días estaba muy cerca de ahí, en Chicago; como ir de Matamoros a Monterrey.
Hay un perfil evidente de los tiradores: varones, jóvenes, blancos, oriundos de este país. Hay un motivo público: matar a hispanos, a mexicanos en particular. Hay un modus operandi visible: uso de armas largas, de uso militar. El racismo y la xenofobia son bastante claros, pero también el asunto de las armas en este país, o mejor dicho, de la industria de las armas cuyo debate ha sido eterno debido a las ganancias jugosas que representa el negocio, tanto en Estados Unidos como en el exterior.
En Los Ángeles, una familia me dice que el problema de la violencia juvenil en Estados Unidos es que “son chicos con traumas, que han vivido violencia y no tienen con quién hablar”. A priori pienso que es una respuesta bastante vaga, que intenta ocultar el racismo y la xenofobia bajo el velo del trauma psicológico. Quiero pensar que es la explicación de una familia que aún tiene fe, que se conduele hasta de los victimarios, una familia que no tiene más elementos analíticos.
Pero no es así: la misma respuesta nos la dan oficiales del Departamento de Policía en la ciudad, al menos para el caso de las pandillas. Y su solución es prevenir e intervenir. Alguien les pregunta a los oficiales si con la violencia juvenil, tendrá algo que ver el asunto de la facilidad para comprar armas en Estados Unidos, y la respuesta es: Ese es un tema para el gobierno federal.
Rememoro el propósito de este viaje: conocer los programas gubernamentales y de organizaciones de la sociedad civil orientados a los jóvenes en situación de riesgo (de violencia) o precariedad (económica). También rememoro lo que he observado: Washington es una ciudad no sólo depositaria del poder político y de simbolismos nacionales, sino también de inmigrantes salvadoreños; Baltimore una ciudad llena de población negra (o afroamericana, como dicen), pero también de barrios hispanos; Chicago no es la excepción, y en los alrededores pululan los negocios de comida mexicana; Los Ángeles ni se diga: lo latino está por doquier. “Bienvenidos a México”, nos dice una amiga en cuanto llegamos a la ciudad. Y así es: en una plaza llena de artesanías mexicanas, observo una playera cuya leyenda en inglés es: I didn’t ask to be Mexican. I just got lucky! (Yo no pedí ser mexicano. ¡Sólo tuve suerte!).
Pero por otro lado, también recuerdo que si bien existen programas muy interesantes, tanto del gobierno como de la sociedad civil, el asunto de la violencia juvenil en Estados Unidos no es para menos. No sólo se trata de los casos de violencia extrema recientes en Gilroy, El Paso o Dayton, sino también de los jóvenes negros asesinados en Baltimore, en cuyas puertas de edificios viejos se ha inscrito RIP; de los múltiples indigentes en el centro de Chicago y los barrios pobres, donde han tenido que surgir organizaciones como My block, my hood, my city (Mi cuadra, mi barrio, mi ciudad) para conciliar a las pandillas y generar lazos de hermandad; o de la ciudad de Los Ángeles, en cuya entrada sur se notan “casitas” de indigentes, múltiples bardas grafiteadas, o se sabe que hay poco más de 400 pandillas, ante lo cual la alcaldía ha tenido que implementar programas de intercambio de armas por tarjetas con dinero electrónico, actividades culturales con ex pandilleros y la policía, o bien algunos religiosos han hecho lo suyo y han emergido programas bellos como Homeboy Industries, que da capacitación y empleo a ex pandilleros y ex convictos.
Mientras hago este repaso, me acuerdo que cuando llegué a Estados Unidos algunas personas me preguntaban si era cierto todo lo que se decía de México sobre la violencia. Ahora ya me quiero regresar a mi país, pues como dicen: Más vale viejo por conocido, que nuevo por conocer.
Dr. Oscar Misael Hernández
El Colegio de la Frontera Norte