Hace unos días conocí el Restaurant Frontera, ubicado en el centro histórico de Matamoros, Tamaulipas; en ese establecimiento el tiempo parece suspendido y, para quienes no conocimos los años gloriosos de la frontera norte de México, resulta casi inevitable imaginar cómo fue esa época que rememoran con tanta nostalgia “los fronterizos”.
Según cuentan, las ciudades fronterizas se caracterizaban porque las avenidas aledañas a los puentes internacionales -generalmente muy cerca del respectivo centro histórico- se llenaban de norteamericanos que iban y venían, disfrutando de todos los placeres que el dinero puede comprar en este lado del “puente”, en este lado de “la línea”.
Me puse a investigar con amigos, en periódicos y en libros, si en Nuevo Laredo también había decaído la actividad en el centro histórico; si también los negocios aún abiertos se entreveraban con sitios demolidos, abandonados o cerrados; si también existía la añoranza por la vida social del pasado; si las autoridades gubernamentales también se proponían rescatar el centro histórico, como ha pasado en Tijuana, Ciudad Juárez, Reynosa o Matamoros.
Trataba de darle un sentido coherente y sustentado a mi opinión subjetiva cuando, de golpe, la realidad del país volvió a alcanzarme.
Esta vez no fueron las marchas por la paz que siguen multiplicándose en el país, sino una realidad que pone al descubierto que la vida y la muerte han dejado de tener valor: los cuarenta y tres jóvenes estudiantes normalistas de Ayotzinapa -en Iguala, Guerrero- que desaparecieron el pasado veintiséis de septiembre, después de que los autobuses en que viajaban fueron atacados por la fuerza pública.
Este terrible suceso ha puesto al descubierto, una vez más, el abuso de poder, la insensibilidad ante la vida humana y la violencia cotidiana que parece instalada confortablemente en México.
Esta dolorosa realidad se suma a los terribles crímenes que ha habido en la última década, como los feminicidios de Ciudad Juárez y el Estado de México; los secuestros que antes parecían ubicarse, principalmente, en el Distrito Federal; las desapariciones forzadas de migrantes en su paso por el país; las sanguinarias ejecuciones atribuidas al crimen organizado, a lo largo y ancho de México.
El pasado 8 de octubre, los ojos del mundo se posaron nuevamente en nuestro país, ante la ola de manifestaciones que, desde la sociedad civil, se han efectuado para condenar la falta de información sobre el paradero de los jóvenes normalistas; para pedir que no se desvíe la atención arguyendo que fue obra del crimen organizado; y para exigir que se aclare si los veintiocho cuerpos encontrados en unas fosas de Iguala pertenecen a los desaparecidos.
La solidaridad y el repudio internacional no se han hecho esperar en este caso, como lo demuestran las marchas que se realizaron en algunos países europeos, la exigencia de la Organización de las Naciones Unidas a México para que aclare la desaparición de los normalistas y las recomendaciones que ha emitido Amnistía Internacional sobre el mismo caso.
Hace varios años, Óscar Chávez escribió y popularizó la canción “El mexicano tatuado” que resume bien esta dolorosa realidad mexicana:
Siento un espasmo en Chihuahua;
Como infarto en Yucatán;
Hay chorrillo en Tamaulipas, y por Sinaloa, acá en Culiacán;
Pulmonía en California, en la norte y en la sur;
Fístulas en Guanajuato y harta insuficiencia aquí en Veracruz;
Me duele mucho Guerrero;
Puebla me hace hasta rezar;
En San Luis tengo gastritis;
Y se me frunce el píloro aquí en Michoacán.
Tan, tan.
-Dra. María Artemisa López León, investigadora del Departamento en Estudios en Administración Pública