Estos días estoy en Tijuana impartiendo clase a los estudiantes de maestría de El Colegio de la Frontera Norte. Durante una de las sesiones, uno de ellos comentó algo que muchos compartirán: que determinados sucesos como el Brexit y la presidencia de Trump están poniendo fin a las fronteras abiertas, para cerrarlas de nuevo. Estuve de acuerdo con todo su análisis, salvo en un aspecto: no estamos viendo el fin de un mundo de fronteras abiertas, ya que en realidad nunca ha existido. A lo que se está poniendo fin es al mito, a la ilusión de que tendíamos hacia un mundo sin fronteras.
Esta ilusión nació en los años noventa con eventos que parecían indicarnos que las fronteras (geopolíticas) iban realmente a desaparecer, una tras otra. Podemos pensar en la creación de la Unión Europea (UE) y, en concreto, de la moneda única (el euro) y del llamado Espacio Schengen, al interior del cual los ciudadanos europeos no necesitan pasaporte para cruzar de un lado a otro de las fronteras. Aunque de menor alcance, se puede hacer también referencia al “Convenio Centroamericano de libre movilidad” (CA-4) y a la libre circulación, mercado único y unión monetaria de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (ECOWAS).
Pero, sin duda, el momento clave que fijó ese mito fue la caída del muro de Berlín en 1989. A partir de ese evento, uno más de los que materializaron y sobre todo simbolizaron la caída del bloque comunista, se creyó posible que todas las fronteras iban a desaparecer bajo el impulso y determinación de las poblaciones que se veían afectadas. El muro de Berlín fue el símbolo más representativo de la Guerra Fría y de la división de Alemania; y mientras que en la antigua Alemania Oriental era conocido como “Muro de Protección Antifascista”, en el bloque occidental se referían a él como el “muro de la vergüenza”. Con su caída, pues, para el Mundo Occidental, el bloque vencedor, no sólo se unía Alemania de nuevo, sino que se ponía fin a una afrenta, a una agresión que nunca tuvo que haberse producido.
Sin embargo, la realidad, en un mundo que era más grande y más complejo que el que celebraba el “fin de la historia” y el “fin de la geografía”, nos muestra que los procesos de fronterización no sólo no se paralizaron sino que aumentaron en cantidad e intensidad. Mientras que se borró el muro de Berlín, continúan permaneciendo de pie los que dividen el Sáhara Occidental (entre el territorio ocupado por Marruecos y la República saharaui), Chipre (entre los lados turco y griego) y Corea (en la del Norte y la del Sur); que el mismo año que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, en 1994, Estados Unidos también empezó a construir un muro en su frontera con México, en el límite entre San Diego y Tijuana; que en 2002 Israel empezó a erigir un muro en los territorios ocupados de Palestina, que los palestinos conocen también como “muro de la vergüenza”; y así un largo etcétera hasta alcanzar los más de 70 muros fronterizos existentes hoy en día. Y junto a éstos se han implementado cada vez más controles fronterizos, que suponen una mayor invasión de la privacidad e intimidad; y no sólo en los límites de los estados, sino en cualquier punto de su territorio. Y aún nos falta por añadir el creciente número de espacios de excepción, desde Guantánamo, esa prisión extraterritorial de Estados Unidos en Cuba, hasta los campos de refugiados y centros de detención en Idomeni, Lesbos, Lampedusa, Ceuta, Calais y un sinfín más.
En este sentido, el Brexit y Trump no son los detonantes de ningún giro en la geografía política, sino dos eventos más de un proceso de creciente fronterización, que nunca desapareció. La caída del muro de Berlín y la libre circulación en Europa y en África occidental parece ser que no fueron más que excepciones.
Xavier Oliveras González
El Colegio de la Frontera Norte