En Semana Santa, de vacaciones en Puerto Vallarta, estuve platicando con mi amigo J. Barcos Leal sobre el uso como apodo, en ámbitos ilegales, de la palabra “comandante”, algo habitual de la frontera noreste hasta el Pacífico. Nos planteamos algunas cosas que, tal vez, merezca la pena compartir con los lectores.
La primera es evidente. La voz, propia de las instituciones oficiales de seguridad, no solamente alude a quien está por encima del rango de capitán y por debajo del de teniente coronel, sino a algo más amplio. Según la RAE, a cualquiera que “ejerce el mando en ocasiones determinadas”. Si a eso unimos que “comandante en jefe” o “comandante supremo” (Commander in Chief) es un modo oficial de llamar a presidentes, en relación a su control sobe las fuerzas armadas, el apodo nos sugiere dominio. Lo confirma la etimología de palabras similares como comandar, mandato, mando, comando o ¿mande?, que denotan que, para un fin común, unos ordenan y otros obedecen.
“Además, hay jerarquías militares que no casan con los valores y la operatividad de los grupos fuera de la ley”, añadía certeramente J. Barcos. Al fin y al cabo, “general” insinúa vejez y rigidez, alguien que gobierna desde el vértice de una pirámide. Algo similar le pasa a “coronel”, que por ende remite a las dictaduras del cono sur. Llamarse “capitán” es poco serio, suena a un súper héroe de The Avengers o a comandar un barco pirata. En cambio, “cabo” sí indica cercanía y subordinación, y por eso es más popular. Por ejemplo, años atrás, un tal “Cabo Gil” afirmaba en una manta tener información sobre el caso Ayotzinapa. Antes de pedir unas tostadas de atún, Barcos Leal agregaba que “una prolongación obvia de mi tesis es que el trasvase de exmiembros de las fuerzas de seguridad a ámbitos ilegales les permite que, con ese apodo, asciendan grados o asuman poderes que oficialmente no tenían”.
Puede que otra explicación sea de raigambre histórica. En la tradición revolucionaria iberoamericana, lo contestatario todavía es fuerte. En este sentido, la palabra “comandante” aprovecha la buena fama informal de quienes se oponen al statu quo. Se llamaron comandantes Ernesto Guevara, Daniel Ortega, Hugo Chávez o Fidel Castro. A este último, mi amigo Barcos Leal lo tachaba, por la decrepitud de su senectud, de “Coma–Andante”. Siempre creyó que el apodo lo había acuñado él, aunque, no lo sé bien, creo que lo hizo el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante. Es más, si queremos profundizar en la horizontalidad, se podrá añadir el prefijo sub (“subcomandante Marcos”, “sub-sub-bibliotecario Melville”).
Otra hipótesis, sociológica, tendría que ver con cómo la institucionalidad oficial se impregna de lo ilícito. “Los mandos de zona eran muy codiciados” para los negocios ilegales, me contaba el historiador Camilo Vicente Ovalle, recordando las últimas décadas del siglo pasado. Así, algunas comandancias pasaban a ser también una plataforma donde lo ilegal podía contactar con lo legal, y viceversa. Algo de eso puede que haya quedado.
Todos esos “comandantes” de los que escuchamos en los medios de comunicación o entre cuchicheos, son, entonces, el reflujo de la retórica revolucionaria, así como el recordatorio de las relaciones fluidas entre lo legal y lo ilegal en México. Como conclusión, me parece que esos apodos también conectan con aspectos psicológicos. Mostrar lo que no se tiene, ostentar fuerza sin ser tan poderoso como se piensa. El runrún de un ejército disperso, de un comandante sin comandancia, de un dominio sobre quienes permanecen invisibles, pero responden a una sola voz, a un mando de hombre a hombre. El mito del control (“aquí no pasa nada si ellos no lo permiten”, se dirá, en una vulgarización de la providencia divina), en reverso de las ansias de consenso (“hay que pactar para evitar males mayores”, se sostendrá, en una actualización del mito del contrato social).
Jesús Pérez Caballero
El Colegio de la Frontera Norte