[:es]MATAMOROS / TEXCOCO.- El 1º de noviembre se rememoran a todos los santos. Una festividad que se ubica entre la conmemoración del famoso Halloween americano y el día de muertos que ha sido declarado patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.
Este año, en la Ciudad de México, se reinventó la tradición con un publicitado desfile, el pasado 29 de octubre; este desfile tuvo como protagonistas a las calaveras utilizadas en la película Spectre -del famosísimo agente 007-, fue visto por miles de personas y causó mucho revuelo en el mundo virtual, pues no se hicieron esperar los comentarios de ortodoxos y sincretistas.
La delgada línea temporal que separa una solemne tradición mexicana de una alegre festividad norteamericana da tremendas vueltas en mi cabeza. Así me ocurre cada año porque, en el inter, se encuentra el día de todos los santos. Es un festejo que me cuesta trabajo asimilar, como si fuera el jamón del sándwich de la remembranza de los difuntos.
En varios portales de Internet que difunden información católica, el día de todos los santos se explica con el argumento de que ese día se destina a recordar a esos millones de personas que llegaron al cielo, aunque sean desconocidos por nosotros.
En casa aprendí que era el día de los angelitos. Mamá nos decía que el 1º de noviembre la visita a los panteones se dedicaba a nuestros familiares que murieron siendo niños o a quienes, en vida, fueron considerados puros o castos, como los jóvenes que fallecen sin haber formado una familia. Así lo aprendió ella y así nos lo transmitió.
Estas explicaciones se agolpan en mi tergiversada imaginación -resultado de una minimalista práctica religiosa muy ‘a mi manera’- y dan por resultado una festividad que, para mí, remite a tener presentes a los muertos inocentes.
En los últimos años que he vivido en una ciudad fronteriza norteña que padece una cotidiana narcoviolencia, cuando se acercan estas fechas vienen a mi mente los muertos que ha dejado a su paso una sanguinaria disputa territorial que parece no tener fin y que sigue extendiéndose por el territorio nacional para buscar o afianzar rutas del comercio ilícito.
De esos muertos no sabemos nada, o casi nada; a veces sabemos su nombre de pila y, con suerte, algún dato de su historia. Se ha vuelto común traerlos a colación como parte de una cifra creciente en la estadística de crímenes vinculados a la narcoviolencia.
De ellos quizá sepamos que su muerte fue inesperada, resultado del fuego cruzado o que fue muy dolorosa. Si sus cuerpos fueron encontrados en alguna de las tantas narcofosas que parecen emanar de la tierra diariamente, quizá sepamos el color de su ropa o qué parte de su cuerpo fue mutilada.
En estos días que el inframundo ronda este mundo, también se agolpan en mi mente los desaparecidos y me causan una gran consternación porque parece que se hubieran esfumado de la faz de la tierra, sin dejar rastro alguno, sin pasar por el proceso de la muerte, del entierro.
De ellos nadie sabe nada o quien sabe prefiere guardar silencio. Ni siquiera tenemos datos suficientes como para imaginarnos si están vivos o muertos y, por tanto, es casi imposible decidir si hay que rezar por el descanso de su alma o rogar porque algún día vuelvan, porque alguien los rescate de donde se encuentren, porque alguien recuerde que no son cuerpos sino ser humanos con derecho a la vida y la libertad.
Muertos y desaparecidos vienen a mi mente cada 1º de noviembre desde que la violencia se instaló en este país. Quizá porque me siento francamente impotente y lo mejor –o lo único- que puedo hacer, en estas fechas, es traer a colación a esos muertos inocentes para que sigamos teniendo presente que nadie desaparece de este mundo, que hay muertes que no debieron ocurrir y que las almas de estos muertos, aunque sean desconocidas para nosotros, deben ser recordadas.
Artemisa López León
Investigadora de El Colegio de la Frontera Norte [:]