El 21 de septiembre, Día Internacional de la Paz, fue proclamado por la Asamblea General de las Naciones Unidas, para invitarnos a reflexionar año con año sobre la urgencia de construir una cultura de paz que se vea reflejada en la construcción de sociedades más justas, inclusivas y libres de violencia.
Hablar de paz exige reconocer que ésta no se limita a la ausencia de guerra; se trata también de identificar los retos que enfrentamos para construir sociedades más igualitarias e incluyentes. Este matiz es especialmente relevante al hablar de personas en movilidad humana, quienes a lo largo de sus trayectorias migratorias enfrentan múltiples expresiones de violencia que niegan, restringen o condicionan sus derechos humanos.
Hay que decirlo: migrar no es un delito, es un derecho humano reconocido en la Declaración Universal de 1948; misma que especifica en el artículo 13 que: “toda persona tiene derecho a circular libremente dentro del territorio de un Estado y a elegir su residencia, así como a salir y regresar a cualquier país, incluido el propio”. No obstante, en la práctica, en pleno siglo XXI, las políticas antiinmigrantes se recrudecen en los países del Norte Global provocando que millones de personas migrantes y solicitantes de asilo sean tratadas como amenazas y no como sujetos de derechos.
En el marco del Día Internacional de la Paz nos preguntamos si ¿podemos dejar de ver a la migración como un problema y comenzar a verla como un reto ético que se fundamente en una cultura de paz?
En este punto, resulta útil recurrir a los “estudios para la paz”, campo desarrollado por investigadores como Johan Galtung y Francisco A. Muñoz cuyos aportes permiten comprender la paz en tres dimensiones complementarias: 1) La “paz negativa” que se refiere a la ausencia de violencia directa: no ser atacado, no ser detenido arbitrariamente. 2) La “paz positiva” que implica la construcción de justicia social: acceso a salud, educación, vivienda y empleo. 3) La “paz imperfecta” que reconoce que los conflictos son inevitables, pero que pueden gestionarse de manera no violenta: mediante el diálogo y la mediación.
Ante ello, el Trabajo Social y las Ciencias Sociales tienen un amplio campo de incidencia. Si comenzamos con la perspectiva de la paz negativa, identificamos las áreas de oportunidad para brindar, en este caso asistencia humanitaria y protección inmediata en medio de emergencias sociales. Desde una paz positiva, se puede promover el impulso de políticas públicas incluyentes y espacios comunitarios que reconozcan la diversidad cultural. Y, por último, desde la paz imperfecta, es posible acompañar procesos organizativos y redes de solidaridad, aunque sean parciales, pero que sean consistentes en transformar realidades adversas que enfrentan las personas en movilidad.
Por último, dar el paso de la hostilidad a la hospitalidad no es una utopía, es una decisión colectiva que exige la participación de todas y todos en acciones concretas como: informar y sensibilizar para desmontar los discursos de odio; exigir políticas migratorias basadas en la protección de derechos; promover la empatía escuchando las historias de quienes migran; y fomentar una inclusión activa en nuestras aulas, barrios y trabajos.
Apostar por una cultura de paz en contextos migratorios significa rechazar la indiferencia y construir colectivamente entornos donde la vida y los derechos de todas las personas, sin importar su nacionalidad, sean respetados. La paz verdadera no se decreta, se construye, y se entreteje cada día con los hilos de la justicia, la dignidad y la solidaridad.
Ámbar I. Paz Escalante
El Colegio de la Frontera Norte, Estancia postdoctoral
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