Creo que se llamaba TRI. Era una vulcanizadora cerca de obras que emergían de repente en esa colonia matamorense, atentas a devorar parte del cercano campo de beisbol. Frente a la “vulka” había un edificio, color marfil mingitorio, de no sé qué secta.
La TRI ya no existe: en su lugar hay una farmacia. Pero cuando, hace años, se me ponchó una llanta, me la cambiaron allá. Ahora que ha desaparecido, queda lo anotado, esto:
La TRI es un local de cuatro paredes y otra recámara al fondo, con un sofá negro, de color suelo encharcado y secado. Dentro de la vulcanizadora hay tres personas. El jefe, veintipocos, pantalón hecho harapos. La mujer, de su edad, se comporta como su pareja, aunque podrían ser familia, o un imposible todo a la vez. El otro trabajador es mucho mayor que ambos, pero, a pesar de su edad, lo tratan como a un inconstante aprendiz (es decir, como a un trol esclavizado). El esbirro va en chanclas y su pantalón también tiene desgarrones, pero de jerarquía menor que los del veinteañero. Quiero decir que sus roturas son por arrastre, demasiado amplias y en lugares poco naturales (en una espinilla, en vez de en la rodilla), mientras que las del jefe son desgastes graduales, confundidos, quizás, con una moda. Al trol trabajador la pareja lo lleva en chinga, con tareas que lo someten, como permanecer en el piso durante las reparaciones o, cuando no, trasladar metales frenéticamente. A una bañera, rebosante de agua, la preside un dibujo del marveliano “Increíble Hulk”. El gólem verde muestra una fuerza contenida; parece sindicalizado.
“Este aire grutesco —me digo— es el de toda vulcanizadora; incluso en España, donde las llamamos talleres de neumáticos (curiosamente, en Rumanía, donde también viví, sí se llaman vulcanizare)”. Pero en Matamoros se da un paso más, no sólo por las mecedoras de madera a la entrada, típicas de la frontera texana, pero maltratadas por la humedad del 92%, sino por las manchas de hogueras que calentaban en invierno, las grietas de las raíces de los árboles voraces e irritables, o las innumerables ruedas que pacen en un descampado donde debería iniciar una pared. Religiosas y pop, en el interior de las vulkas habrá imágenes de Juan Pablo II abrazando a la Guadalupana, junto a fotos de mujeres desnudas “apretando los ojos sin párpados y esperando un golpe en la puerta”, como en el verso de T.S. Eliot (1888-1965). A veces, cuelgan dibujos de Cristo, en sus variantes “Sunset/Atardecer” —con el crucificado recortado en el crepúsculo—, o “Ranger/Ranchero”, esto es, con un vaquero rezando a la cruz, con el sombrero quitado, y sus aparejos de monta y caballo en la línea de fuga. En otras pinturas Chuky ríe porque blande un cuchillo, Schreck es del tamaño de un enano y su burro está agigantado, San Judas Tadeo mira con ojos de botón, de loco de pueblo, o vemos escudos del América o de las Chivas. Pero es difícil sustraerme, aquí, a la ligazón de estos sitios con ideas bullentes y ominosas: los malestares de baldíos, yonkes o huesarios/osarios/osamenta de carros, orillas del río, bodegas, calicheras y ranchos semiabandonados, lugares que comen desechos y atraen, mohosamente, lo improvisado y la tortura… Aunque eso no signifique defender una farmacia tan pulcra como guillotinista y repetitiva.
El joven jefe de la TRI, para mostrarme el reventón, sumerge la rueda ponchada en la bañera. Sumerge también la nueva, para bautizarla como idónea, sin ningún agujero. Cuando tropiezo con una de las ruedas desparramadas, él reacciona arrojándola fuertemente al lado contrario: sube la apuesta del desorden. Si nos detenemos a mirar estos agregados aparentemente caóticos, avizoraremos arquetipos de frontera: El Profesional; La Facilitadora; El Torvo encadenado al mal que termina salvado; El Académico Topo, ciego a algunas cosas, pero capaz, por esa misma ceguera, de profundizar en otras… Mientras sigue la reparación, pienso en estas jerarquías limitadas, pero esenciales.
Dr. Jesús Pérez Caballero
El Colegio de la Frontera Norte