[:es]Fue el gran maestro F. W. Hegel quien nos curó del irrefrenable impulso por deducir de lo concreto y lo universal categorías enfrentadas. Toda una Fenomenología del Espíritu para demostrarnos que el verdadero conocer(se) está precisamente en descubrir lo universal en la aparente vulgaridad de los acontecimientos cotidianos. Actuando hegelianamente uno puede encontrar conocimiento y realidad en las calles de Nuevo Laredo. Máxime si lo hace en bicicleta.
Cada día hago el trayecto de casa al trabajo en bici experimentando una ininterrumpida sacudida emocional por cada perro que se cruza en mi camino. Y es que lejos de lo que debería ser, los perros (con propietario) no escatiman en violar el espacio público para adentrarse con sus garras furibundas sobre mí. La pregunta se me hizo evidente de repente; ¿cómo es que los perros amenazantes no descansan en su empeño incluso una vez atraviesan el umbral de la propiedad de su amo? En otros países desarrollados estos animales de compañía no se atreverían a instigar al transeúnte a menos que este usurpara sin reparos la propiedad del amo al que debe obediencia. Si no establecemos diferencias genéticas entre por decir, un perro mexicano de un perro español la única distinción entre ambos (dejemos fuera la hipótesis de los amos) solo podrá derivar de que el can mexicano tenga una instintiva percepción distorsionada de lo que pertenece a su amo. Es decir, que para el perro mexicano el espacio público no fuera un algo ajeno a su propietario sino una extensión del mismo. Es como si lo público no fuera una “sustancia inmanente” e independiente a lo privado sino una mera derivación de aquella. Entonces si lo que un perro español puede identificar como un algo que no le pertenece (espacio público), el mexicano solo lo asumirá en términos geográficos como el punto desde donde da comienzo el espacio destinado al siguiente perro y así sucesivamente.
¿Qué pretendemos extraer de este ejemplo con tintes zoológico? Que el espacio público es un sumatorio de prolongaciones ajenas (privadas). O en otras palabras, que lo cívico es tan voluble que el perro no es capaz de apreciar sus delimitaciones y aceptar así que cuando me ladra está violando un espacio “público” que es de todos precisamente porque no pertenece a ninguno. Si extendemos las consecuencias de este ejemplo derivamos que lo público como espacio donde acontece lo democrático, lo cívico, etcétera es un mero fetiche ideológico. Es decir, una categoría importada y no del todo familiar a la conciencia de su pueblo. Los perros en Nuevo Laredo apuntan a que queda mucho que hacer en términos de educación de la conciencia que haga saber disímiles conceptos como desarrollo en oposición a enriquecimiento; derecho a caridad; propiedad a apropiación; libertad a libertinaje. Solo así una sociedad es realmente próspera.
Manuel A. Jiménez Castillo
Investigador del Departamento de Estudios Económicos
El Colef, Nuevo Laredo [:]