[:es]Dicen que todos tenemos un precio pero también que ninguno tenemos la vida comprada.
En las últimas semanas esas frases dan vueltas en mi cabeza y no ha sido por la canción de Víctor Manuel, sino por los atentados terroristas que, de acuerdo con el anexo disponible en el sitio Web Wikipedia, en lo que va del 2017 el saldo es de más de cinco mil muertos, en eventos ocurridos al menos en una treintena de países. Las cifras son alarmantes si las comparamos con los poco menos de novecientas muertes que contabilizó ese sitio, durante el 2016.
Los atentados en territorios en conflicto no son un tema nuevo ni tampoco un evento impensable o inesperado. No todos los atentados que han ocurrido este año han sido reivindicados por grupos extremistas ni han utilizado arsenal explosivo, como suele ocurrir. Varios se han llevado a cabo con la utilización de vehículos que circulan por áreas prohibidas y han tenido lugar en zonas donde no hay un conflicto armado o político declarado.
Eso es lo más preocupante de la racha de violencia social que aqueja al mundo en 2017. Muchos de los atentados han tenido lugar en áreas geográficas caracterizadas por su gran concurrencia, como Las Ramblas en Barcelona o el área del Memorial por el 9/11 en Manhattan; otros atentados se han perpetrado en conciertos musicales, como en Manchester y Las Vegas; el último lamentable suceso tuvo lugar, hace unas horas, en una iglesia de un poblado de Texas y, hasta ahora, se menciona a casi una treintena de muertos y otros tantos heridos.
No hay duda que la propia naturaleza humana nos lleva a cometer excesos –Paradise Papers en un ejemplo clásico y en boga–, a intentar imponer nuestras creencias por la fuerza –como los grupos islámicos radicales–, a llevar a cabo acciones extremas para satisfacer algún sentimiento profundo que nubla el raciocinio –los actos de tortura son botón de muestra–. Sin embargo, nada de eso justifica privar de la vida a otro ser humano.
En los últimos tiempos, parece que hemos perdido de vista los límites que aseguran la persistencia de la especie humana; que estamos olvidando la diferencia entre el bien y el mal, entre lo moral, inmoral y amoral; que nuestra escala de valores ha empezado a cambiar radicalmente y a pasos agigantados, a tal grado que se está volviendo común desdeñar que el tercer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice que todo individuo tiene derecho a la vida, la libertad y la seguridad de su persona. En un atentado, esos tres derechos se invalidan.
La vida humana deja de tener valor, para los perpetradores, desde el momento en que se emprenden acciones para llevar a cabo un atentado, se logre el cometido o no; para la sociedad que es víctima de estos sucesos, se ponen en entredicho la libertad y la seguridad, pues ya no basta alejarse de zonas peligrosas y tomar precauciones para preservar la vida; hoy en día, en cualquier lugar y en cualquier momento se puede morir porque alguien así lo ha decidido.
Vivir en sociedad no es fácil, convivir unos con otros tampoco. No hay una respuesta única ni remedios mágicos ni acciones preventivas suficientes para asegurar que esta racha de violencia social mundial detenga su ascenso.
Tomar consciencia de la época en que vivimos es un primer paso para reflexionar sobre las posibles rutas que nos pongan en camino de cambiar esta tendencia. En el fondo, eso será posible cuando empecemos a sensibilizarnos sobre el valor de la vida humana; el valor de mi vida pero también del valor de la vida del otro.
Dra. Artemisa López León
El Colegio de la Frontera Norte[:]