Hace poco escuché –o leí– por primera vez el palabro “trabacaciones”, lo que uno de los principales periódicos económicos en español definía como “combinar el tiempo libre con el trabajo” para alcanzar el “desarrollo de carrera”. Otro periódico, este de izquierdas, lo tradujo por tener que “dedicar parte del tiempo de las vacaciones a realizar tareas de trabajo, por miedo a un despido o a no cumplir con las expectativas del jefe”. A esto se le puede añadir, como sabemos los académicos, los artistas y demás trabajadores intelectuales, que las trabacaciones se apoyan en un miedo mucho más amplio y difuso y a un deseo de triunfo y éxito individual, al “publica o perece”.
Como en otros casos de la neolengua neoliberal, se trata de un vocablo nuevo, más cool, para un concepto antiguo (la ética del trabajo frente al derecho a la pereza), e inculcado desde la más temprana edad. Permítanme que les cuente…
Cuando era pequeño, al regresar a la escuela después de las vacaciones de verano o de invierno la maestra siempre nos pedía que explicáramos qué habíamos hecho y uno a uno pasábamos al frente del aula. No recuerdo hasta qué curso nos animaban a compartir nuestras aventuras veraniegas o navideñas, ni me viene a la cabeza ninguna anécdota digna de mención, pero me supongo que debíamos dedicarle un buen rato ya que éramos bastantes alumnos y todos queríamos presumir del viaje más largo, del regalo más grande, del mayor tiempo en la piscina (o aguatando la respiración bajo el agua) y demás hazañas merecedoras de admiración.
El último día de clases la maestra, además de desearnos un buen descanso y despedirnos con un hasta pronto, nos encargaba los “deberes de vacaciones”. Ejercicios de cálculo o de lengua, y quizá también algún dibujo, que le debíamos entregar al regreso (no al cruzar la puerta sino después de la transición que suponía el “¿y qué hiciste durante…?”). (Casi) ningún alumno les prestaba atención, a los deberes; lo que queríamos era largarnos de allí e ir a jugar (o lo que fuera que quisiera cada uno, no pretendo idealizar ahora la infancia), pero los deberes ahí estaban, como un aguijón que nos recordaba y advertía que las vacaciones solo eran temporales y que las obligaciones nos aguardaban mucho antes de terminarlas.
A la vuelta la mayoría de los compañeros no los había hecho, y dudo que la maestra así lo esperara (al contrario, si de pronto todos hubiésemos mostrado la tarea quizá la hubiéramos puesto en un apuro). En todo caso, lo que les puedo asegurar es que al menos uno sí los entregaba (quizá no todos los ejercicios, pero muchos), a quien la maestra felicitaba por su nivel de responsabilidad. Era un buen –y obediente– alumno. Ese era el premio, ser reconocido por la autoridad y ante el grupo. No se trataba, como en el relato de las proezas vacacionales, de un reconocimiento por parte de los demás, de los iguales, sino del jefe.
Ser un buen –y dócil– alumno, sin embargo, no era fácil ni plácido; más bien traumático. Para muchos de nosotros las vacaciones de verano estaban marcadas por dos eventos de alegría infinita, los once días de acampada en la montaña y la fiesta mayor del pueblo. El siguiente hito en el calendario era, sin embargo, el regreso a clases y los días que faltaban eran como una inexorable cuenta atrás. Y así llegó un verano que, después de la fiesta mayor, me asaltó la angustia por no haber hecho los deberes, aunque a la vez sentía que debía hacerlos. Que debía y quería. Repito: que debía y quería.
Mirando hacia atrás, para mí ese día germinó la semilla de las “trabacaciones”, que me han acompañado a lo largo de toda mi carrera.
Dr. Xavier Oliveras González
El Colegio de la Frontera Norte