Censuras transfronterizas o prohibido prohibir

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Opinión de Enrique F. Pasillas Pineda de El Colegio de la Frontera Norte

jueves 20 de noviembre de 2025

Vivimos tiempos inciertos que se creían idos o superados, donde se prohíbe por ejemplo, manifestarse públicamente contra la censura, contra la represión étnica y racial o contra el genocidio en Palestina. Y más allá del relato dominante de las autodenominadas “democracias liberales”, se reprime a garrotazos la manifestación de las ideas y las libertades no desde las feroces dictaduras caribeñas, africanas o asiáticas, sino desde las capitales del “mundo libre y desarrollado”: Washington, Londres o Berlín. Valga recordar que la frase “Prohibido prohibir” es un viejo eslogan de los sesenta del siglo pasado que aludía a la libertad y a la ruptura de los jóvenes de las reglas impuestas e inventadas por otros en los espacios públicos de “socialización”: escuela, estado, religión, cultura, deportes, o bien por los triunfos obligatorios que impone o exige la sociedad a los individuos para no ser unos fracasados ¿Debería acaso ser el lema “prohibido prohibir” un principio de política pública en un país que pretende consolidar libertades y derechos fundamentales? La respuesta no puede ser absoluta, como veremos en el siguiente argumento. 

La libertad de expresión y la libertad de información constituyen dos caras del derecho humano a la libre expresión (Artículo 19 de la Declaración Universal de DH), amparado por la Constitución Política (artículos 6o y 7o, CPEUM) en el caso de México, que permite a las personas buscar, recibir y difundir información y opiniones libremente por cualquier medio y sin censura previa. Sin embargo, también sabemos que estos derechos fundamentales no pueden ser absolutos y que la libertad de expresión queda sujeta en un Estado democrático de derecho a ciertas responsabilidades fijadas por el orden jurídico y las leyes para proteger los derechos de terceros (y terceras), la seguridad nacional, o el orden público. También vale recordar que este derecho fundamental está presente en diversos tratados e instrumentos internacionales ratificados por el Estado mexicano y por muchos otros Estados del mundo. 

Sin embargo, la existencia o vigencia de estos derechos es relativamente novedosa. Por ejemplo, en el caso de la música popular, la historia de la censura es larga y dilatada. Es sabido, por poner el caso, que hasta los Beatles fueron censurados en su día por la Radio pública de su propio país (BBC) en virtud de la “dudosa moralidad” de sus actuaciones musicales. Ya en nuestro país: ¿Cómo olvidar las muchas décadas de censura previa en tiempos del régimen autoritario, mismas que de muchas maneras diferentes llegan hasta nuestros días? no es tan extraño entonces que en agosto del año en curso, el señor Mauricio Kuri, quien funge como gobernador (panista, como no) del Estado de Querétaro, haya difundido un mensaje en redes sociales donde decía que en defensa de: “los valores del estado”, emprendería “acciones para crear espacios públicos libres de música que glorifique la violencia, haga apología del delito o promueva la cultura del crimen”. Apelaba dicho gobernador en su mensaje a la prevención, la unidad social y la protección de las familias, subrayando el compromiso de: “defender la paz presente y futura de la entidad”. Y dista este señor de ser el único caso, pues el Ayuntamiento de Tijuana en 2023, o luego los de Texcoco, Metepec y Tejupilco (Estado de México) este mismo año; pero también los estados de  Aguascalientes, Jalisco y Nayarit (con gobiernos de diferente color político), han hecho lo propio para atajar el ascenso y popularidad del famoso género musical denominado genéricamente “narcocorridos”. 

Bien podemos decir que los “narcocorridos” (antecedentes de los ahora también conocidos “corridos tumbados”-exitosa mezcla híbrida entre músicas regional y urbanas (trap, reguetón, hip hop) con temáticas provenientes de los narcocorridos, e interpretados por algunos de los más famosos cantantes juveniles en plataformas digitales- son en síntesis un subgénero del corrido tradicional mexicano que narra historias de narcotraficantes y sus hazañas, frecuentemente ensalzándolas. Por eso tal vez han estado en el ojo del huracán durante muchas décadas, así que sería difícil precisar con exactitud cuál fue el primer cantante o grupo en tratar abiertamente esta narrativa y en hacerse famoso, aunque bien se podría citar, por ejemplo, la conocida historia de “El Pablote” (1931) en Chihuahua, o la obra del sinaloense Rosalino (Chalino) Sánchez, a quien se apodaba “El Rey del Corrido”, asesinado en 1992. Pero también los célebres éxitos de los internacionales Tigres del Norte, desde “Contrabando y Traición” en 1974, hasta La Reina del Sur (2002), pasando por el conocido álbum Corridos Prohibidos de 1990. De manera que como se puede ver, este subgénero y su evolución o los temas tratados, distan de ser novedosos. De ello daba buena cuenta el célebre Carlos Monsiváis en un libro publicado en 2010 por el FCE: Yo soy un humilde cancionero, en: La música popular en México: panorama del siglo XX. También un interesante trabajo desde el conocimiento situado, publicado en 2014: Jefe de Jefes, Corridos y Narcocultura en México, del investigador José M. Valenzuela (El Colef). Como sabemos, “Jefe de Jefes” era el mote preferido del poderoso delincuente fundador del conocido Cártel de Guadalajara y título del corrido de los Tigres del Norte (1997): “A mí me gustan los corridos/Porque son los hechos reales de nuestro pueblo/Sí, a mí también me gustan/Porque en ellos se canta la pura verdad/Pues ponlos, pues/¡Órale, ahí va!”.

Ya en 2025, y ante la creciente crisis sistémica de criminalidad y seguridad pública, el afán de censura se ha intensificado ante la incapacidad de las autoridades para contener las olas delictivas que se apoderan de territorios y regiones enteras y en un afán vano de control que traspasa fronteras, a grado de que ahora también se practica en unos Estados Unidos que viven tiempos locamente anaranjados: “Land of the free”;  o bien en Colombia: “Libertad y Orden”, donde en nuestra república hermana el subgénero es conocido como “Corrido Prohibido” y sus canciones censuradas en todos los medios de comunicación tradicionales (radio y televisión abiertas). En el caso del actual gobierno estadounidense, se han impulsado diferentes medidas punitivas que van desde la prohibición de conciertos en algunas ciudades donde la población de origen mexicano es muy copiosa, hasta sanciones directas a cantantes y grupos. La justificación es, se dice, evitar la apología del delito, proteger a la juventud y salvaguardar la seguridad. Y así fue como los famosos Alegres del Barranco perdieron sus preciados visados estadounidenses por atreverse a proyectar imágenes de conocidos criminales (que no eran políticos, CEOs ni inversionistas) en un concierto. También el Estado de Jalisco anunció que procesaría penalmente a este grupo por apología del delito en sus presentaciones (Telemundo, 8 de mayo de 2025). Y circunstancias parecidas padecieron los conocidos Julión Álvarez o Espinoza Paz, así como el Grupo Firme o Lorenzo de Monteclaro; mientras que en México el cantante Luis Conríquez optó por la autocensura ante la amenazas de sanciones análogas, lo que derivó en disturbios entre sus fans durante su presentación en la feria de Texcoco 2025. La forma de la censura, sin embargo, no es uniforme, pues mientras en el país vecino se opta por quitar visas y exhibir públicamente a los sancionados, en México varía entre municipios y estados. Algunos de ellos cuentan con reglamentos o leyes específicas, pero a nivel federal no existe ninguna norma aplicable, aunque se han propuesto diversas iniciativas legislativas para penalizar la apología del crimen no sólo en la música, sino también en cine, series y otros formatos de consumo cultural. Cabría preguntarse al respecto cómo y por qué se intenta un control de dichas expresiones musicales de cuestionada o discutible calidad artística, mientras que otras del estilo son festejadas, como las violentas narco películas o narco series que abundan en las plataformas de streaming que sirven para modelar una narrativa de buenos y malos. Y es que paradójicamente, mientras la radio y la televisión limitan la difusión de esa música, las plataformas digitales permiten sin límite alguno que el género circule con vigor y fuerza, alimentando su “viralización”. Algunos especialistas consideran que tal situación tiene un “efecto búmeran”, pues entre más se prohíben, más populares se vuelven. Así que el sano debate abierto en México sobre la censura de expresiones culturales tiene contradicciones y paradojas evidentes. Quienes apoyan la censura, sostienen que los narcocorridos “glorifican a los delincuentes, normalizan la violencia y transmiten un estilo de vida aspiracionista a los jóvenes, debilitando el tejido social”. Desde esta perspectiva, limitar su difusión sería un paso hacia la promoción de valores positivos y de respeto al Estado derecho y la legalidad. Por otro lado, quienes critican la censura ven en ella un burdo atentado contra la libertad de expresión artística, que sin duda alguna es un derecho fundamental en democracia. Vale argumentar al respecto que en efecto, prohibir el ejercicio de libertades fundamentales no construye paces públicas ni resuelve los problemas de fondo, es decir: ni la violencia ni el crimen organizado o el narcotráfico desaparecerán por silenciar géneros, canciones e intérpretes. Al contrario, la prohibición suele incrementar el interés y el consumo por medios y vías alternativas, reforzando la popularidad del subgénero y de sus intérpretes más destacados. Así, el riesgo de estas políticas prohibicionistas es que terminan por estigmatizar artistas y también audiencias, criminalizando tanto la creación como el consumo cultural. Además, se generan divisiones sociales (como aquellas ya clásicas entre fifís y chairos) y se demoniza, vale decir: se victimiza sobre todo a las juventudes precarizadas. Además, surge una pregunta tan inevitable como necesaria: ¿qué criterios determinan cuándo y cómo  una canción “exalta” la violencia? Porque si llevásemos esa lógica al extremo, otros géneros como el hip hop, el reguetón, la salsa, el rock o incluso el canto de protesta, también abordaron o abordan muchos temas de violencia, drogas y crimen. ¿Deberían censurarse también?

Otros sostienen que los narcocorridos o los corridos tumbados, así como otras expresiones culturales, cumplen una función social distinta, porque tal como ocurría en el pasado, documentan una realidad que los Estados nacionales (México y Estados Unidos principalmente) y los medios de comunicación (tradicionales) prefieren silenciar de manera hipócrita. Y así estos subgéneros populares derivados del corrido tradicional mexicano son una nueva vuelta de tuerca desde su origen entre los juglares medievales, pues recrean, documentan y preservan una crónica social que en el caso de México es (nos guste o no) una  narrativa popular de los que la sufren y padecen (o disfrutan) de cerca, justo en los bordes o límites del buen gusto, el arte o la legalidad. La disyuntiva es clara: ¿cómo equilibrar en un Estado en vías de democratización -siempre inacabada- la protección de valores sociales significativos para amplias capas sociales con la defensa de los derechos y libertades fundamentales? ¿Qué significa prohibir una expresión popular en un país cuya historia musical está íntimamente ligada al corrido como un género eminentemente popular y tan contestatario con el poder político?

Lo cierto es que la censura no ataca ningún problema de raíz, sino solo sus síntomas más conspicuos. El narcotráfico, el crimen organizado y la violencia existían antes de los narcocorridos y persistirán aunque estos se prohíban. La prohibición puede ofrecer, en el mejor caso, una falsa ilusión de control. En el peor, amplificará el atractivo del género y desplazarán el debate hacia lo superficial, lejos de las crisis y problemas sociales estructurales que lo originan. En última instancia, el fenómeno de los narcocorridos nos pide reflexionar sobre la relación entre arte, música, cultura, política y sociedad. Censurarlos parece un gesto autoritario. Escucharlos -aunque incomoden- es una forma diferente de entender e interpretar la compleja y multifacética realidad mexicana. Después de todo, ¿quién no conoce a la popular Adelita más de cien años después? El autor es jurista. Investigador Nacional (SNII).

Enrique F. Pasillas Pineda
El Colegio de la Frontera Norte, Estancia Postdoctoral.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de quien las emite y no reflejan necesariamente una postura institucional de El Colegio de la Frontera Norte.

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