Hace casi una década, Sebastián Osorio y Melissa Vergara presentaron un ensayo en el que afirmaron que: “la cartografía emocional o de las emociones, se define como el acto de crear un mapa mental a partir de las sensaciones y emociones generadas tras vivir una experiencia”. Aún más, ellos agregaron que: “Dichos mapas dan a entender cómo una persona percibe el espacio en el que se encuentra, cómo lo siente y cómo se familiariza con él”. Aunque no es una propuesta nueva, sin duda las nociones de Osorio y Vergara son más que relevantes para pensar las cartografías emocionales que construyen las personas migrantes durante su peregrinar, muchas de las veces complejo.
Nótese que usé el verbo intransitivo “peregrinar”, que significa andar por tierras extrañas. Y es que, desde mi perspectiva, las cartografías emocionales que construyen las personas migrantes no son lineales, pues en su peregrinar trazan trayectorias, hacen recorridos y viven desplazamientos de un espacio a otro, de un tiempo a otro, sin que necesariamente sean de sur a norte; y en ese proceso, emergen emociones al interactuar entre sí y con otras personas. El “mapeo” de estas últimas, consiste en situar sus experiencias en espacios y tiempos particulares.
Sin proponérselo, la literatura sobre la migración contemporánea, al menos en América Latina y el Caribe, ha resaltado cartografías emocionales al identificar momentos y lugares donde las personas migrantes viven una violencia que emana de los Estados-nación, de grupos delictivos o de riegos innatos al medio ambiente. En ese peregrinar, las personas migrantes viven lo que los psicólogos denominan un “universo emocional básico”, a decir del miedo, la tristeza, la ira, la alegría, la culpa, entre otras emociones que marcan las latitudes transitadas y delinean una representación perenne.
Para ilustrar lo anterior, remitiré a la historia de Jairo, Clara y sus pequeños hijos Fabiola y José; una familia de Catacamas, Honduras, que viajaba en las antaño caravanas de migrantes centroamericanos. La pareja, por ejemplo, mapeaba su lugar de origen como un territorio de miedo porque unos “mareros” los querían matar; incluso, rememoraban una escala de peligro y simbolismos que interpretaban como amenazas de muerte. El mapeo también se nutría de una mezcla de tristeza y culpa por haber dejado su lugar de origen, específicamente a su familia y la comunidad en general.
Fabiola y José, por otro lado, si bien coincidían con el mapeo de sus padres sobre Catacamas, ellos más bien habían construido otro mapa mental a raíz de una experiencia que los marcó durante el tránsito migratorio. Concretamente, ellos trazaron un mapa narrativo y visual –a través de un dibujo- del río Suchiate, la frontera natural entre México y Guatemala. El mapa situó esta frontera debido a lo traumático que fue para ellos cruzarla: no sólo se trató del trazo del flujo de agua del Suchiate, la división que la cuenca marca entre Centroamérica y México, sino más bien trazos antropomorfos que figuraban personas nadando pero que, aclararon, eran personas que se habían ahogado; o bien el trazo de un helicóptero de la Policía Federal Mexicana, que sobrevolaba.
Como se observa, el mapeo que niños migrantes como Fabiola y José construyeron enmarcó simbolismos de miedo y muerte con elementos cartográficos tradicionales; o a la inversa, su cartografía cobró significado precisamente por las experiencias dolorosas que vivieron al cruzar un territorio geopolítica y medioambientalmente delimitado. En otras palabras, su cartografía emocional se situó espacial y temporalmente, pero cobró sentido debido a esa experiencia.
Por supuesto, las cartografías emocionales de personas migrantes no sólo resaltan el miedo, la tristeza, o la culpa; también existen mapas o mapeos mentales que se tejen a partir de emociones positivas, como el amor, la felicidad o la alegría. Para ejemplifica mi argumento, remitiré a los relatos de Marco y Adriana, dos jóvenes de El Salvador y Honduras, respectivamente, quienes decían que tenían una historia de “amor caravanero”, misma que documenté en un libro del mismo nombre. Su cartografía emocional inició en el a mediados del año 2018 y continuó en el 2019. Empezó en un espacio geopolíticamente definido, a decir de Tegucigalpa, la ciudad de Adriana, a donde Marco llegó, por razones de trabajo, desde El Salvador. Ahí fue donde él la conoció y, según dijo, se enamoró de ella y, al parecer, ella le correspondió. Después Marco se fue, pero al parecer siguió en contacto.
Meses después, Adriana se unió a una caravana de migrantes y llegó a Chiapas. Marco también migró, aunque no en caravana, sino por su cuenta. Causalidad o no, ambos se reencontraron en una vecindad de Tapachula. Cuando él la vio, según sus palabras: “Ella hermosa se miraba, bien linda se miraba”. Como en una telenovela, ambos se abrazaron y él propuso a Adriana que viajaran juntos. Así lo hicieron y su trayecto fue de la frontera sur hasta Piedras Negras, en el norte, y posteriormente a Matamoros, donde los conocí en un albergue, durante una fría mañana de invierno, mientras se abrazaban.
Pensemos la historia de amor caravanero, entre Marco y Adriana, como si se tratara de una Google Picture Storytime, aunque sin fotografías: las experiencias o los recuerdos de tales experiencias fueron trazando mapas de su amor en diferentes espacios que articularon latitudes transnacionales, pero también que de cierta forma definieron su trayecto, sus recorridos y desplazamientos desde Centroamérica hasta la frontera norte de México. Aunque quizás, su cartografía emocional marcada por el amor –y los celos o el sentimiento de culpa ante discusiones de pareja-, no se limitó a esta última región y continuó hasta los Estados Unidos. O quizás no.
Como intenté mostrar, las cartografías emocionales son representaciones conceptuales, trazadas a través de mapas o mapeos mentales que pueden ser narrativos, visuales o ambos; pero, sobre todo, las cartografías emocionales se nutren precisamente de emociones situadas espacial y temporalmente. Por supuesto, también se trata de una herramienta metodológica importante para adentrarnos en el cúmulo de subjetividades que tejen las personas migrantes para seguir en el camino, a pesar de las adversidades estructurales, o en tiempos “líquidos”, como refirió Zygmunt Bauman al aludir a la fragilidad o fugacidad de los vínculos humanos.
Óscar Misael Hernández Hernández
El Colegio de la Frontera Norte, Unidad Matamoros.
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