Recientemente la periodista Paola Nagovitch publicó un artículo en “El País” sobre las muertes de migrantes al estar bajo custodia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos. Ella afirma que durante los primeros 100 días de la administración del presidente Trump han muerto siete migrantes en centros de detención: seis hombres (de Honduras, Etiopía, Ucrania, República Dominicana, Colombia y Vietnam) de entre 27 y 55 años de edad y una mujer (de Haití) de 44 años.
Las muertes de migrantes en los centros de detención no sorprenden. Durante la primera administración del presidente Trump (2017-2021) murieron 52 personas en dichos centros, según reportó la Unión Americana de Libertades Civiles. La organización concluyó que las muertes pudieron prevenirse con cuidados médicos y mentales adecuados, pero que en su lugar, los centros se convirtieron en un peligro para los migrantes y símbolo del trato inhumano, como también lo revelaron algunos medios de comunicación y congresistas que visitaron estos lugares.
Visto así, los centros de detención para migrantes se convirtieron en campos de muerte en la era pasada y presente de Trump. Aunque se trate de evitar la analogía con los campos de concentración construidos por el régimen nazi, incluso, aunque se quiera maquillar el saludo que Elon Musk hizo público al celebrar la segunda investidura de Trump, descrito como un “sieg heil”, todo apunta hacia allá. La idea no es nada nueva: desde el 2018, algunos historiadores y sociólogos postularon lo mismo y la polémica se suscitó.
Más allá de lo anterior, hay varios indicios que asemejan a los centros de detención con los campos de muerte: primero, la detención y encierro (concentración) de personas inmigrantes (antaño razas inferiores); segundo, la explotación de éstos (sin trabajo forzado) como fuente de ganancias para el gobierno o empresas debido al “negocio de la xenofobia”, como lo llama la jurista Claire Rodier; y tercero, las prácticas de crueldad implementadas hacia los migrantes: el enjaulamiento literal, el hacinamiento, la separación de padres e hijos, la limitación de enseres personales, la muerte por negligencia médica.
Por supuesto, los centros de detención para migrantes no llegan al extremo de los campos de concentración de antaño; por ejemplo, realizando experimentos infrahumanos o cometiendo asesinatos masivos. No obstante, indicios como los mencionados los delinean como campos de muerte en tanto espacios donde algunas personas migrantes mueren literalmente (las 52 del primer periodo de Trump o las siete que van en el segundo), o bien enfrentan una muerte social que los consume lentamente y, con ellos, a sus familias.
Desde esta perspectiva, los centros de detención para migrantes se han convertido en campos de muerte. Su existencia no se limita a los Estados Unidos, donde existen varios en diferentes estados. De hecho, como si se tratara de la hidra mitológica, que emana de las políticas migratorias (Equidna) del presidente Trump (Tifón), los centros o campos están extendidos a otros países que forman parte de los territorios de los Estados Unidos (como Puerto Rico o Alaska). Incluso se han aliado con campos de muerte transnacionales, como el Centro de Confinamiento de Terrorismo (Cecot) en El Salvador, donde hace poco el presidente Trump envió alrededor de 300 migrantes.
En México, los centros de detención para migrantes existen, aunque eufemísticamente se les llama “estaciones migratorias”. Éstas también asemejan campos de muerte para los migrantes en tránsito. En el 2019, la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, fue un caso paradigmático, un lugar deprimente, como lo describió un ex agente migratorio. En el 2023, la estación migratoria ubicada en Ciudad Juárez fue un caso extremo: 40 migrantes murieron en un incendio, otros tantos resultaron heridos. Todos encerrados, ante la mirada negligente de los custodios que se negaron a abrirles, a pesar de las súplicas.
Oscar Misael Hernández
El Colegio de la Frontera Norte, Unidad Matamoros.
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