Opinión de Jorge A. Bustamante Fernández Fundador e investigador emérito de El Colegio de la Frontera Norte y Miembro del Consejo Consultivo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de El Colegio de la Frontera Norte

jueves 22 de agosto de 2013

Quiero, primero, ofrecer disculpas a quienes tienen el hábito de leer mis colaboraciones para este espacio periodístico, por haber interrumpido la secuencia con la que aparecen publicadas desde hace más de 7 años. La razón de mi ausencia fue una cirugía a la que tuve que ser sometido para instalarme una rodilla nueva. Ahora, después de que esa operación se realizó con éxito, puedo confirmar lo que ya había oído, que lo doloroso no es tanto la operación, que ocurre con anestesia total, sino la rehabilitación. Esta empieza cuando aún no sale uno de los efectos de la anestesia. Al despertar me encontré con que me habían colocado en una máquina que se encargaba de flexionar mi pierna izquierda en ángulos crecientes con el objetivo de alcanzar un mínimo de 90 grados. Yo había empezado a «padecer» esa máquina a los 74 grados, que era el límite de mi tolerancia a la flexibilidad que me imponía la máquina. Cada grado de incremento tuvo un costo de dolor muy intenso. Debo decir que alcancé el objetivo de un mínimo de 90 grados (ángulo recto de flexibilidad al doblar la pierna operada) al cumplir dos semanas después de la cirugía y después de estar sometido a varias prácticas de rehabilitación, a cual más de dolorosas, todos los días. El próximo sábado estoy programado para salir del centro de rehabilitación Birch-Patrick, de Chula Vista, California, donde fui atendido con esmero, limpieza y profesionalismo que mucho agradezco. El doctor Peter Wile, de San Diego, se resiste a calificar de perfecto su trabajo de cirugía sobre mi rodilla. Otros doctores que han revisado la herida y el progreso de mi movilidad a partir de la operación, han precedido sus dictámenes empezando con expresiones de «wow», que del otro lado de la frontera denotan cierto grado de asombro por lo inusual de lo que se observa. El hecho es que ya puedo caminar -con ayuda de una andadera por más de 100 metros- y subir y bajar escaleras de un piso a otro. El dolor al hacer lo anterior subsiste, pero mi independencia de movilidad ha ascendido notablemente.

A manera de transición al tema de la migración mencionaré que la mayor parte del personal de enfermeras y de otros servicios asociados a la rehabilitación que me atendieron durante mi estancia de tres semanas fueron originarias de Filipinas, no obstante que la ubicación del centro de rehabilitación está a menos de 8 kilómetros de la frontera con el país de donde se origina el mayor número de sus inmigrantes. Este dato de mi experiencia habla de la miopía de los empresarios mexicanos y del pobre papel rector del Estado mexicano en materia del mercado laboral entre los dos países. Cambiando de tema, regreso al de la migración. Mientras yo convalecía, no ocurrió nada que me hiciera reconsiderar el pesimismo que me ha acompañado desde que se presentó al público la propuesta bi-partidista del «grupo de los ocho» (véase: «¿Habemus ‘reforma migratoria’?», 24 de abril de 2013).

Lo que ha ocurrido más bien confirma mi pesimismo de que habrá una reforma migratoria que modifique substancialmente la vulnerabilidad de los inmigrantes mexicanos y centroamericanos en Estados Unidos y de las condiciones en las que se realiza su trayecto internacional.

Habiendo dicho lo anterior, no dejo de reconocer que ocurren cosas que hacen a algunos mantener esperanzas de que habrá «reforma» como lo ha prometido reiteradamente el presidente Obama. Por ejemplo: un grupo de nueve jóvenes, de los llamados «dreamers» o soñadores, decidió llamar la atención sobre su causa, cruzando la frontera entre Texas y México, dejándose arrestar por las autoridades migratorias estadounidenses, dada su condición de indocumentados con la que fueron traídos por sus padres a ese país, como lo fueron todos los que ahora entran (un millón y tres cuartos) en la categoría de «dreamers». Obviamente, de ciudadanos mexicanos que, a la fecha, representan un capital humano del que aún no se dan cuenta de su existencia en México. La buena noticia fue que, después de ser arrestados y salir en la televisión, fueron liberados por haber solicitado asilo y habérseles aceptado su solicitud para el efecto, lo cual es una decisión que, por lo raro -menos del uno por ciento de las solicitudes de asilo hechas por mexicanos es aceptada-, solo indica el interés político del gobierno estadounidense en apoyar la causa de los «dreamers» para ganar las simpatías electorales de lo que allá se entiende por el «voto latino» compuesto en sus dos terceras partes por ciudadanos mexicanos con residencia virtualmente permanente en el país vecino.