Opinión de Víctor Alejandro Espinoza Investigador del Departamento de Estudios de Administración Pública de El Colegio de la Frontera Norte

jueves 28 de enero de 2016

Para unas cosas nos hemos tardado mucho tiempo en México, para otras hemos dado saltos que no se han presentado en otras latitudes en el camino hacia la consolidación democrática. Me explico. A diferencia de las transiciones exitosas que tuvieron lugar en Europa y donde el periodo de transición entre el sistema autoritario y el democrático se demoró en promedio tres años, en México nunca supimos con certeza cuando inició y cuando culminó. Pero eso si, el hartazgo de los partidos políticos fue mucho más rápido que en la mayoría de las democracias consolidadas.

En 1977 se promulgó una importante reforma politico-electoral conocida como “Ley Reyes Heroles”, que entre otras cosas permitió la legalización de partidos politicos proscritos como el Partido Comunista Mexicano (PCM), dando paso a us sistema de pluralismo limitado. Después de que en la elección presidencial de 1976 sólo se presentara un candidato (del PRI) José López Portillo, la apertura hacia la participación más amplia resultaba imprescindible, pues el riesgo de un estallamiento radical contra el sistema autoritario estaba presente.

La aparición de opciones para quienes no comulgaban con los dos partidos tradicionales (PRI o PAN) tuvo lugar en 1979 con la legalización del PCM y con una amnistía que mantenía en la cárcel o en el exilio a militantes de izquierda. Esto abría el abanico de opciones partidistas ante un régimen de partido hegemónico agotado. Para un importante sector de la población que desconfiaba de los procesos electorales, se abría una posibilidad de lucha legal. La democracia electoral como medio de cambio. Por eso no pocos analistas señalan que el verdadero inicio de la transición mexicana puede fecharse en 1977 con la reforma impulsada por Jesús Reyes Heroles.

En términos sociales no ha sido tanto tiempo el transcurrido entre las elecciones presidenciales de 1982 y 2012, seis procesos electorales que llevaron a los mexicanos entre la esperanza por un regimen democrático y el hartazgo ciudadano hacia los partidos y la clase política en general. Una propaganda machacona que explica las crisis económicas como un conjunto errático de decisiones y no de modelos impulsados desde el poder, independientemente de qué partido haya ganado la elección. Los responsables son los individuos que gobiernan y no los programas que enarbolan. De ese razonamiento surge una conclusión lógica: quitemos a los malos gobernantes y pongámonos los ciudadanos decentes y listo, nuestros problemas se acabarán: así de sencillo.

Me temo que esa explicación está detrás de la proliferación de candidatos(as) independientes. “Darle gas a los partidos politicos” o “jubilarlos” parece la fórmula mágica para resolver los problemas sociales y económicos que nos aquejan. Recortar el dinero a la “partidocracia” la receta que hoy se vende en el mercado.

Es una realidad que existe un hartazgo ciudadano derivado de los problemas que no se resuelven así gobiernen partidos de signo distinto: desempleo, inseguridad, corrupción, etc. Los villanos favoritos han sido los partidos politicos; para el imaginario colectivo, sobre ellos pesan dos juicios sumarios: han designado a los gobernantes y lucrado con el dinero público. “Todos son lo mismo”. De ahí a decretar que son prescindibles para la democracia, solo hay un paso. Los ciudadanos, por el hecho de serlo, son los portadores de todas las virtudes. “Jubilemos a los partidos políticos” sostienen los candidatos independientes. En esas estamos: asistiendo a la proliferación de ciudadanos cuya máxima virtud para convertirse en gobernantes es renegar de los partidos. La ola independentista está creciendo.

Paradoja profunda de nuestra débil democracia. Por décadas vivimos en un regimen de partido hegemónico y cuando accedimos a un sistema pluralista, los partidos se convirtieron para los ciudadanos en los depositarios de todos los males públicos. La lógica exige desterrarlos (“jubilarlos”), no transformarlos. El silogismo es claro: los partidos son corruptos, los ciudadanos son virtuosos: acabemos con los partidos politicos para resolver los problemas públicos. Postular un sistema sin representación política suena a simple demagogia de las élites iluminadas.