El pasado miércoles, en el marco del 30 aniversario de la fundación de El Colegio de Sonora, en la ciudad de Hermosillo, fuimos convocados un grupo de académicos de diferentes instituciones del país. Gracias a la magnífica organización del Doctor Juan Poom Medina, sonorense distinguido, se desarrolló el foro “Veinte años de alternancia electoral en el norte de México”. En él abordamos los casos de “viejas alternancias”: Baja California, Chihuahua y Nuevo León; así como las “nuevas”: Sinaloa, Baja California Sur y Sonora.
Nos dimos a la tarea de analizar cada uno de los casos, pero también buscamos ponderar las similitudes y diferencias. Baja California, es el caso más longevo de alternancia partidista, ya que en 1989 triunfó el panista Ernesto Ruffo Appel. Le seguiría Chihuahua, pues en 1992, Francisco Barrio Terrazas, se alzó con el triunfo. En el caso de Nuevo León, Fernando Canales Clariond triunfaría en las elecciones de 1997 abanderando al Partido Acción Nacional. Baja California Sur llegó a la alternancia de la mano del perredista, Leonel Efraín Cota Montaño, en 2005. En Sonora triunfó el panista, Guillermo Padrés Elías, en 2009. Y Sinaloa conoció la alternancia apenas en 2011, cuando el ex priista, Mario López Valdez –mejor conocido como MALOVA-, fue postulado por el PAN.
Baja California, a diferencia de las otras entidades analizadas, representa el caso de mayor longevidad de un partido político en el poder, después de la alternancia. Efectivamente vamos para cuatro periodos con gobernadores panistas, para culminar en 2013 con 24 años ininterrumpidos. En los otros casos, Chihuahua, Nuevo León y Baja California, después del triunfo de un partido diferente al PRI, de nuevo se dio la alternancia. Sonora y Sinaloa apenas viven bajo un primer gobierno de alternancia.
Baja California Sur es la única de estas seis entidades que ha experimentado gobernadores de tres partidos distintos: PRI, PRD y PAN; actualmente el jefe del Ejecutivo estatal es Marcos Alberto Covarrubias Villaseñor. Si bien una característica imprescindible de la democracia es la alternancia; esta no se agota con el cambio de partido en el gobierno. Dada la forma como se estructura el poder político en México, lo que sucede en las entidades de la República no puede analizarse como si fuera una isla. En el terreno político, la estructura presidencialista se impone a lo largo y ancho del territorio. Y el formato se reproduce en las gubernaturas y alcaldías.
En su versión mínima, la democracia garantiza elecciones transparentes, equitativas y confiables. Es la vía regular para el cambio o permanencia de gobernantes. Si bien se circunscribe a ello, trasciende a otros ámbitos de la vida social y cultural. Pero tampoco podemos exigirle todo, la solución a los problemas del país y de sus localidades va más allá de los procesos electorales. Insisto pueden ser fuente de legitimidad; pero los problemas de la inseguridad o de la grave desigualdad económica y social, por mencionar sólo dos, exigen visiones integrales, donde la democracia es una parte sustantiva, pero no la única.
El problema de nuestro país es que le hemos dejado la responsabilidad del cambio a los procesos electorales, a la democracia procedimental. Ante la falta de acuerdos y compromisos de los actores políticos, la peculiar transición a la democracia en México ha sido conducida por las elecciones. Los problemas de la economía, de la sociedad y de la cultura no han sido resueltos. Por eso la viabilidad del modelo económico vigente no se discute. Todo se centra en las personalidades de los candidatos en cada coyuntura. Se vota por la imagen y no por los proyectos. Esa es la paradoja y la trampa en la que vivimos: se piensa que todos los problemas se resolverán con el nuevo gobierno, con el personaje que arribe a Los Pinos o a los diversos palacios locales. Por eso se piensa que no hay más camino que el presidencialismo; siempre vivimos esperanzados a que ahora sí se resolverán los problemas: siempre esperando el milagrito.