Caminamos por la orilla de la playa de Gandía (Valencia, España) y, a cada metro y medio, hay una pila de medusas blancas, amarronadas o violetas. Los bañistas las sacan del Mediterráneo, las amontonan, ocho, nueve y, a su alrededor, trazan círculos concéntricos en la arena. Ellos dicen que demarcan el perímetro del peligro. Lo que creo yo es que se dan importancia en una tarea, aun útil y cortés, precaria y burdísima; y que, algunos, hacen como si, con esos montones, tapasen unos tubos de donde, imaginariamente, la felicidad brotase transformada en estos bichejos. En el mar, niños y señores aburridos auscultan que no haya más; éstos solícitos, reconocibles por estar en corros, incitan a que otros las saquen — ellos no; ellos son los coordinadores. Más al sur (en Alicante), leo que flotan repugnantes “dragones azules”, unas babosas como axones neuronales reventados tras engullir un bote de pintura. Estos seres, como asiáticos, son calladitos y se comen las medusas, plenOs del veneno ajeno.
La espera a la “marina” (el bus a la ciudad) es de una hora. Ropa mojada, picor pegajoso, de metámeros. Cuando llega la pesera, la conductora aminora la velocidad, suelta el volante, estira los dedos índices de cada mano y opone uno ligeramente por encima del otro. Está imitando el giro de una rueda. Con esto, anuncia que tomemos la que sigue. Si lo indicara con los dedos de los pies, al menos se jugaría la piel.
Hartos, Liz y yo tomamos un taxi:
— Sois los cuartos mexicanos que suben.
Pepe el taxista dice que un compatriota hizo fortuna en esta playa con unas pizzerías; añade que “es el típico mexicano”. Pero eso, ¿qué es? Pues que de lejos, al tal empresario se le nota en la cara la mexicanidad, y que es es bajito y fornido, y que sólo le falta un bigotón, pero posee un sombrero de charro. Suena a un repositorio de garabatos de no gandienses, dibujado por Pepe el garabato. Quiero decir que esas y otras de sus afirmaciones rotundas son directamente proporcionales a su incapacidad de explicarse; sólo son limpios y claros su franqueza inicial y el interior del coche.
Por seguir a Caetano Veloso, “de cerca, nadie es normal”. Ahora resulta que el taxista tuvo una pareja mexicana, de Zamora (Michoacán):
— Es como si me la hubiera enviado el diablo para tentarme y volverme loco.
Ella era una güera de rancho (ojos azules, pelo rubio) que, más que rompérselo, le comió el corazón con ajos y cilantro. La ex había medrado con otro, un viejo que le puso casa en España antes de separarse. Pepe pensaba que, con él, repetiría ese modus operandi, pero de tan enamorado pretendía volar a conocer a su familia. La novia nunca quiso; decía que Zamora estaba peligrosa, y más con una hermana laborando en la fiscalía local. Después, ya se disfrazó de Pepa la diabla.
De noche, llegamos a casa de mis padres. Con un jet lag color sepia, sigo aturdido y sopeso profundamente si esto es lo que es un año sabático. Cuando les cuento lo de las medusas apiladas, mamá medusa me subraya:
— Què vols, fill meu? (¿Qué quieres, hijo mío?) Es verano, y es normal que haga calor y que haya incendios.
Meses después, dirá:
— Es invierno, y es normal que haga frío.
Estos son los parámetros de siempre, con su ternura ácida. Antes de dormir, mi papá medusa nos recuerda que, hace medio siglo, el barrio, la Plaza Elíptica, eran huertas, y que ninguna casa estaba preparada para estas temperaturas, o si lo estaban, ya no, como ya no existen la huerta, el ultramarinos Udaco, su tienda chiquita del electricista. Ahora, papá ha instalado aires acondicionados portátiles, tipo pingüino, que atraviesan las paredes con sus gruesos tubos. Va en serio, pues en esta ola de calor casi se muere por su corazón: Así que agujerea los recogedores de las persianas, y por allá mete los tubos acordeón de plástico blanco. Al verlos, hasta pienso que los tubos conducen a otra dimensión, la octava, la novena dimensión, o en la que ande la ciencia.
Jesús Pérez Caballero
El Colegio de la Frontera Norte, Unidad Matamoros
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